Kuwait es un dominio feudal que los británicos pusieron en el mapa a mediados del siglo XVIII. Londres comenzó a establecer alianzas estratégicas y puntos de intercambio comercial a lo largo de la franja costera en la ruta hacia la India, y una de estas plazas fue Kuwait, entonces un pobre y oscuro puerto bajo control del imperio otomano pero que gradualmente se convirtió en un dominio de los Sabah, que mandan desde hace doscientos cincuenta años.
Los Sabah demostraron ser especialmente hábiles a la hora de utilizar la carta británica contra los otomanos, y viceversa. El jeque Mubarak Sabah, emir de Kuwait entre 1896 y 1915, de quien desciende la actual familia real, fue conocido en su tiempo como el Richelieu de Arabia. Ante cualquier problema con los otomanos, los Sabah acudían a los británicos para que les sacaran las castañas del fuego. Pero los británicos, poco dados a la amistad desinteresada, terminaron cansándose del juego. En 1899, Mubarak Sabah, que accedió al trono después de eliminar a dos de sus hermanastros, aceptó convertir Kuwait en un protectorado británico a cambio de 15.000 libras esterlinas anuales.
Kuwait proclamó su independencia en 1961. Durante el imperio otomano, Kuwait dependió de la provincia de Basora (que después pasó a ser parte del Iraq moderno), y los iraquíes han exigido históricamente la devolución del emirato. Para entender las reclamaciones iraquíes hay que remontarse hasta la reunión celebrada en 1922 en una tienda de campaña en el desierto de Arabia. Un alto comisario británico dibujó entonces las fronteras actuales entre Iraq, Kuwait y Arabia Saudí.
Después de cinco días de negociaciones, el alto comisionado británico en Bagdad, sir Percy Cox, reclamó la presencia en su tienda del jeque Saud, que con el tiempo sería el fundador de Arabia Saudí. El teniente Harold Dickson, agregado militar británico en la región, escribió así su versión del diálogo: “Fue sorprendente escuchar cómo el jeque aguantó la reprimenda del alto comisionado de Su Majestad, que le trató como si fuera un escolar travieso, antes de decirle que él, Sir Percy Cox, sería quien decidiría la línea fronteriza” (Kuwait and her neighbours, 1956). Dos días después se firmó el acuerdo, y el tiralíneas británico no fue inocente: el objetivo era privar a Iraq de una salida al Golfo, lo que limitaría su potencial. La invasión de Kuwait por Sadam Husein en 1990 fue una locura no ajena a la reivindicación iraquí.
El emirato hace frente ahora a diversos desafíos. Tiene la primera Constitución –la de 1962– que se dio un país del Golfo, pero es una semidemocracia, como prefieren definirla los más condescendientes. Es un sistema parlamentario donde los partidos están prohibidos y los diputados no pueden aprobar al primer ministro, por lo que la oposición pide que el primer ministro –un sobrino del emir– no sea un Sabah.
El emir Sabah al Ahmad al Sabah añade a este enfrentamiento entre ejecutivo y legislativo la protesta de los sin nacionalidad, descendientes de nómadas que reclaman la ciudadanía para tener los mismos derechos que los kuwaitíes. Los sin nacionalidad –unos cien mil de un total de 3,5 millones, de los que sólo 1,1 millones son kuwaitíes– se manifestaron, convocados por los jóvenes Kafi (basta en árabe) por primera vez en febrero. Y a su protesta, que siguió en marzo, se suma la de los chiíes.
Un diputado chií, Saleh Ashur, fracasó hace dos semanas en su intento de interpelar al ministro de Exteriores por haber enviado una patrulla marítima a Bahréin y por haber aprobado la presencia de tropas saudíes en el archipiélago para sofocar la revuelta chií. Y el cruce de acusaciones con Irán ha ido en aumento. Kuwait expulsó en marzo a tres diplomáticos iraníes bajo la acusación de espionaje, a lo que respondió Irán con otras tantas expulsiones. Días antes, dos iraníes y un kuwaití fueron condenados a muerte por espiar para Irán. Y el emirato denunció ayer que una célula iraní espió la base militar americana de Camp Arifjan y preparó atentados contra diversas instalaciones kuwaitíes.
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