Mirémoslo así: el catalanismo, desde hace más de cien años, no ha sido otra cosa que un intento de dialogar con los poderes de España, los formales y los informales, los ministerios y las oligarquías que cortaban el bacalao.
Dialogar para conseguir dos cosas a la vez: un cierto autogobierno para Catalunya y una modernización eficiente de España que tuviera en cuenta los intereses de la sociedad catalana, singularmente de sus clases emprendedoras. Es el diálogo –si quieren llamarlo así– del fenicio que necesita hablar para vender y no perder el tren de la modernidad, que es el de la facturación. Aquí el tópico más sobado es pertinente, por lo de Catalunya como fábrica de España, etcétera. Y es el diálogo del que no tiene ningún ejército a su servicio y debe confiar sólo en la fuerza de la palabra, expuesta a tergiversaciones.
Enric Prat de la Riba dialoga tanto que se pone a hacer –primero como presidente de la Diputación de Barcelona y después como presidente de la Mancomunitat– el trabajo que durante siglos no había hecho ninguna administración española en territorio catalán. El diálogo, en este caso, quería decir construir para educar, civilizar, sanear, urbanizar, producir, conectar… Pero antes del diálogo, en 1902, el líder clarividente de la Lliga es encarcelado por un delito de opinión, un episodio que nunca recuerdan los que utilizan a Prat para desacreditar otras figuras. El jarabe de palo siempre al lado del diálogo, fatalmente.
Cien años de diálogo no es poca cosa, con dos dictaduras y una guerra civil terrible por el medio. Cien años de diálogo, con varias épocas de monólogo armado, con exilios y prohibiciones, con torturas y fusilamientos, con escarnios y con trampas. Los catalanes nos hemos hecho tanto al diálogo que, a veces, ya nos da igual que nos escuchen o no. Eso pasó anteayer en el Congreso de los Diputados y sólo Coscubiela consiguió hacernos conscientes de nuestro drama nacional, cuando detuvo en seco su discurso porque Rajoy y Sáenz de Santamaría estaban hablando por móvil sin hacer caso de lo que decía el diputado catalán. No estamos en el terreno de la mala educación, no se confundan.
Esta escena es una muestra del tipo de cultura política profunda que informa las actitudes de los que hoy gobiernan España: el menosprecio profundo al adversario, el trato del señor al criado, la mirada displicente entre la fatiga y el asco. Es la mueca que el diputado Turull detectó en el rostro del líder del PP mientras tenía que escuchar, a la fuerza, los argumentos de los comisionados de la Cámara catalana.
Durante la discusión en las Cortes constituyentes de la II República del Estatut de Núria, en 1932, se escucharon cosas muy parecidas a las que han podido escuchar esta semana a raíz de la petición del Parlament al Congreso de las competencias para organizar una consulta. Se trata de debates con objetivos muy diferentes, pero la música de fondo siempre es la misma. Hay los que quieren dialogar porque no tienen otra herramienta y hay quien tiene el poder para escuchar mucho, poco o nada.
Es una relación asimétrica y, por lo tanto, en el mejor de los casos, el diálogo se produce en un ámbito de desigualdad estructural: los catalanes catalanistas piden y los que administran el poder del Estado (entre los cuales también hay algunos catalanes) escuchan o no. ¿Se puede denominar verdadero diálogo la conversación entre quien tiene el poder de decir la última palabra y quien debe acabar callando? Cuando hablo con mi hijo, él y yo sabemos que no es un diálogo entre iguales.
En junio de 1932, Manuel Carrasco i Formiguera, en su intervención en defensa del Estatut de Núria, y en respuesta al pensador y político Ortega y Gasset, hizo un alegato que, punto por punto, se habría podido repetir el martes en la Cámara baja: “Y no solamente no es particularista nuestro nacionalismo, sino que es hispanista, es iberista, es europeísta, es universalista; porque únicamente, señores diputados, si dais a Catalunya aquellas normas de Gobierno propio que son indispensables para su vida, Catalunya podrá hacer su aportación a la obra general española, podrá hacer su aportación a la obra de cultura universal. Ya ve, pues, el señor Ortega y Gasset que este nacionalismo nuestro no es particularista: es todo lo contrario, es un nacionalismo moderno, de expansión, de confraternidad con todos los pueblos. Nosotros queremos estar bien en nuestra casa. Os lo decía un intelectual catalán ilustre, en una conferencia en el Ateneo, el señor Soldevila: . Esto os digo yo ahora, señores diputados: dejadnos ser catalanes y tened en cuenta que, tanto si nos dejáis, como si no nos dejáis, lo seremos; que la esencia de Catalunya, la personalidad de Catalunya, están por encima de todas las discusiones y de todas las violencias, como antes os decía”. Carrasco i Formiguera –que tuvo que huir de Catalunya porque estaba amenazado por las patrullas anarquistas– fue ejecutado el 9 de abril de 1938 en Burgos por orden de Franco.
Rajoy ha dicho que “cada Constitución clausura el pasado y abre un capítulo nuevo en la convivencia”. Me parece que eso es muy discutible.
Link original:
http://www.caffereggio.net/2014/04/10/cien-anos-de-dialogo-de-francesc-marc-alvaro-en-la-vanguardia/
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