Las consideraciones críticas sobre la calidad de la democracia española pertenecían, hasta hace muy poco tiempo, al dominio casi exclusivo del nacionalismo vasco. Rara vez se escuchaban tachas o descalificaciones del modelo constitucional español o de su plasmación práctica, procedentes de otros colectivos o entornos políticos.
Existían -no lo niego- pero eran pocas y poco audibles. Lo habitual era más bien lo contrario: que frente a los reproches que emanaban del nacionalismo vasco -cada vez que denunciaba la baja calidad de la democracia española poniendo al descubierto la legislación restrictiva de derechos, las ilegalizaciones de partidos políticos, los cierres de periódicos, la inexistencia de un modelo de auténtica división de poderes o las magras garantías que amparan a los detenidos en el marco de la legislación antiterrorista- se cerrasen filas en torno a la consigna de que la transición fue modélica y de que el rendimiento actual de la democracia española se sitúa en niveles homologables a los que cualquier otro país de la órbita occidental.
Pero en cuestión de semanas, lo que hasta ayer era un fenómeno casi exclusivo del nacionalismo vasco, se ha convertido en un lugar común compartido, al parecer, por amplísimas capas de población. Todo el mundo parece admitir ahora que la democracia española tiene fallas, defectos y lagunas. Que es mejorable, vamos. Algunos -que han contado, por cierto, con un extraordinario respaldo mediático- hasta han llegado a sostener que la democracia española no es una democracia real. Ahí es nada. Más aún, los mismos que hasta ayer rechazaban con aspavientos muy aparentes los ecos procedentes de Euskadi que hablaban, en tono crítico, de la baja calidad de la democracia española, parecen dispuestos ahora a promover un intenso plan de reformas para retocarlo casi todo: la participación ciudadana, el sistema electoral, los derechos fundamentales, la división de poderes, etcétera.
Resulta sumamente curioso observar la facilidad y rapidez con la que determinados debates que hasta ayer estaban proscritos y hasta anatematizados, se han situado hoy en el corazón mismo de la atención pública. Ayer no eran más que una coartada al servicio de los antisistema y los terroristas. Hoy, son la expresión más pulcra de la corrección política, que debe “escuchar” lo que pide el pueblo.
Personalmente, me ha llamado la atención la importancia que, de súbito, ha adquirido la problemática de la participación política. Se piden listas electorales abiertas, como si estas fueran la panacea, cuando se debería saber que las listas abiertas están vigentes para el Senado, desde 1977, sin que los resultados registrados en las urnas desde entonces, permitan sostener que han sido utilizadas consciente y activamente por los ciudadanos para hacer valer sus preferencias personales frente a las pulsiones impositivas de la partitocracia.
La generalizada aceptación que de repente han adquirido las consultas populares resulta más sorprendente aún. Durante los últimos años, las consultas populares, como mecanismo de participación de los ciudadanos en las decisiones públicas, eran reputadas, en las terminales políticas hispánicas, como una especie de cantinela caprichosa del nacionalismo vasco. La Ley de Consulta aprobada por el Parlamento vasco en verano de 2008 fue recibida como si hubiera sido un espíritu inmundo habitado por satanás y necesitado de exorcismo. Basta echar un vistazo a la hemeroteca de aquel período, para recordar lo que tirios y troyanos pontificaron en su contra. Más aún, el PP de la mayoría absoluta de Aznar llegó a aprobar en diciembre de 2003 y pensando, sin duda, en la persona del Lehendakari Ibarretxe, una reforma del Código Penal que tenía por objeto tipificar como delito la convocatoria de consultas populares sin autorización del Gobierno central.
En aquel momento, las consultas populares eran, para una buena parte del imaginario político español, poco menos que el punto ígneo del que emana el fuego del infierno. Aquella consulta popular que organizó el Ayuntamiento de Treviño en marzo de 1998 fue demonizada por la corrección política hispana con los epítetos más despectivos. A poco que se repasen, se puede comprobar que los titulares de la época son atronadores. En resumen: hasta ayer, las consultas populares -la suprema expresión de las técnicas de participación de los ciudadanos en las decisiones públicas- no gozaban, que se diga, de muy buena prensa en España. Y cuando se planteaban en Euskadi eran, sencillamente, anatema.
Recuerdo que para aliviar la carga acusatoria que pesaba sobre ellas en la época en la que más intensamente fueron reivindicadas por el Gobierno vasco, el Instituto Vasco de Administración Pública editó un libro escrito por los profesores catalanes Jaume López y Ferrán Requejo, en el que se analizaba un amplio cuadro de experiencias comparadas de democracia directa. Se trataba de demostrar que estas técnicas de participación ciudadana no eran tan extrañas en los países de tradición democrática como se nos pretendía hacer creer. El libro registra 185 refrendos celebrados en 12 países diferentes entre 1995 y 2007. No parece necesario recordar que la obra fue absolutamente ignorada y marginada. Era mejor enterrarla. No interesaba.
Por eso sorprende que, desde el 15 de mayo, el debate sobre la participación ciudadana y su articulación a través de las técnicas de consulta popular, haya recibido una acogida tan calurosa por parte del público, la prensa, los tertulianos y los creadores de opinión. Hasta el Tribunal Constitucional se ha avenido a dictar una sentencia, que estaba pendiente desde diciembre de 2003, en la que viene a postular que aquella reforma del Código Penal que se pensó para encarcelar al Lehendakari Ibarretxe si incurría en la osadía de convocar una consulta popular sin la autorización del Gobierno central, se aprobó, en la cámara alta, en abierta vulneración del derecho fundamental de los senadores a ejercer su función representativa en igualdad de condiciones. ¡Qué bien hubiera venido esa sentencia en el momento en el que fue reclamada y no 11 años más tarde!
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1 comentario:
Aupa, puedo estar deacuerdo con lo que dice Josu, a quien por otro lado considero uno de los mejores políticos en activo. Lo que echo de menos es una cierta autocrítica, porque fue el presidente del PNV, el Sr. Urkullu, quien antepuso la decisión del TC (previsible) a la voluntad democrática del pueblo vasco, y quien, en definitiva, desautorizó al Lehendakari Ibarretxe. Luego, en cascada y a consecuencia de la actitud del PNV en la consulta, EA rompió con el PNV, y hoy BILDU está a un paso de superar al PNV, quien, tras quedarse sin compañeros, ha perdido Ajuria Enera, y las diputaciones de Gipuzkoa y Araba.
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