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martes, 8 de diciembre de 2009

Nacionalismo e identidad (Por: ENRIC MARÍN)

Al día siguiente de la llegada al poder del primer tripartito proliferaron las voces que vaticinaban con insistencia la apertura de un proceso de desnacionalización de Catalunya.

Parecía la ejecución planificada del guión fabricado por la dircom del estado mayor del nacionalismo conservador que había ocupado el poder durante casi un cuarto de siglo. El propio Jordi Pujol habló de «deconstrucción nacional». Los hechos se han encargado de evidenciar aquella imagen propagandística, a pesar de que tampoco era necesaria demasiada perspicacia para intuir su inconsistencia.

Al fin y al cabo, ¿por qué razón había de tener menos contenido nacional la acción de un Gobierno de coalición entre federalistas e independentistas que la que había demostrado un Gobierno sustentado en un pacto entre CiU y PP? Aquellos negros augurios estaban desenfocados. Equivocaron el tiempo y el espacio. No eran adecuados para la Catalunya del 2004, pero sí que pueden ser más pertinentes para el País Vasco del 2009.

Las palabras no crean la realidad, pero ayudan. Y de qué manera. Forzar, alterar o invertir el uso y el sentido genuino de las palabras otorga una gran ventaja en el terreno de la disputa ideológica. Construir, por ejemplo, una falsa oposición entre nacionalismo y constitucionalismo ha tenido un gran rédito para el nacionalismo español. Le ha permitido esconderse detrás de la coartada constitucionalista –como si la mayor parte de las constituciones no fuesen la culminación o el inicio de proyectos nacionalistas–, a la vez que proyecta sospechas sobre la calidad democrática de los otros nacionalismos concurrentes.

Abusando de una banalización irritante del concepto, el nacionalismo español más agresivo no duda en calificar de «nazi» toda expresión reivindicativa de contenido nacional catalán, vasco o gallego. Así, la política de fomento del uso del catalán ha sido caracterizada de totalitaria de manera sistemática. Estas imputaciones acostumbran a acompañar a la crítica a la supuesta obsesión identitaria del catalanismo o el vasquismo. Pero cuando los que se llaman constitucionalistas llegan al Gobierno vasco, la única acción realmente visible es de carácter identitario en sentido estricto.

Se refieren a la escuela solo para hablar de lengua, y lo que preocupa es simbólico: decidir –¡desde el Gobierno o desde el Parlamento!– cómo tienen que ser los mapas del tiempo en ETB, los escudos de la policía, el propio escudo vasco o si la selección española debe jugar en Euskadi. Y todo mezclando de forma chapucera los conceptos nacional, nacionalismo e independentismo. Debemos concluir que el tema de la identidad no es tan insignificante para los nacionalistas proclamados constitucionalistas. Lo que es insignificante, si acaso, es la identidad de los demás.

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