Se puede disculpar a quien no conozca Londres o Shangri-La, pero es difícil entender que no haya oído hablar de Syldavia o Borduria, que no sintiera deseos de detenerse en Moulinsart para decir aquello de... 'Néstor, tráigame un Loch Lomond con hielo'.
Para situarnos, diré que en mis años mozos los álbumes de Tintín valían 90 pesetas, los Beatles acababan de grabar St. Pepper y París se preparaba para una fiesta atípica levantando barricadas en pleno Barrio Latino, aunque de eso nos enterábamos como de un eco lejano y desvaído.
La infancia era entonces tan aburrida como la adolescencia, y ésta tan poco prometedora como la etapa adulta. Entonces, más que el placer de zambullirse entre las páginas a todo color de las aventuras de Tintín, aquello suponía escapar del blanco y negro de la época para descubrir de pronto la modernidad de Hergé y su escuela ejemplar. En definitiva, fue lo mejor de nuestros peores años.
Pero esta historia empieza mucho antes. Fue al final de los años veinte, en el umbral más salvaje de la Europa civilizada cuando Hergé, antes Georges Rémi, empezó a esbozar unas viñetas -poco más que unos garabatos rupestres- para acabar dando vida al personaje de Tintín. El 10 de enero de 1929, entre el vértigo y el abismo del momento, la revista belga Le vingtième siècle publicaba una tira cómica protagonizada por Tintín, joven reportero con un impenitente mechón rubio y pantalón bombacho.
Aquello fue el preámbulo de En el País de los Soviets, para acabar 80 años después con 23 entregas más, traducidas a 50 idiomas y 200 millones de copias vendidas. Para este sonado aniversario, se han acuñado monedas, inaugurado exposiciones, museos temáticos, incluso Spielberg y Peter Jackson amenazan con adaptar al celuloide algunas correrías del sempiterno reportero. No importa, de peores se ha salido, las aventuras de Tintín han sabido sortear multitud de vicisitudes en estos largos años, como inmiscuirse en la sexualidad del personaje; reprobar su edulcorada moralina o el supuesto colaboracionismo de su patrón con el régimen nazi.
Pero el héroe ha resistido imperturbable porque, como señala Pol Vandromme, redomado tintinólogo, Tintín no existe, es sólo un boceto de la abstracción, un fantasma que nos resulta imprescindible. No cabe duda de que hablamos del más célebre periodista, aunque pocos recuerden haberle visto escribir una sola línea. En cualquier caso, Tintín abandonó pronto los reportajes para convertirse en trotamundos inextinguible, donde el tiempo sólo pasaba factura a los acontecimientos, en tanto que él y sus compañeros transitaban sin envejecer.
Naturalmente ésta es la versión oficial, luego está la apócrifa, tan controvertida como la anterior y más extensa que aquella, si bien, su valor acaba en la anécdota o el fetichismo para coleccionistas. No resulta difícil encontrar copias pirata en medio mundo, tanto como cientos de pastiches del personaje imbuido en los acontecimientos más heterodoxos y las situaciones más comprometidas, desde un Tintín gay, hasta guerrillero en El Salvador; de activista antisistema, a heroinómano sin remedio. Recientemente apareció en España un libro que llamó la atención de los herederos de Hergé, y que acabó en pleito: Tintín y el loto rosa.
Allí, cumplidos los 30 años, éste iniciaba sus primeros escarceos sexuales, mientras Haddock caía definitivamente en el alcoholismo, Tornasol era internado en un psiquiátrico y Milú, su inseparable foxterrier, fallecía. Por si no fuera bastante, para subsistir Tintín tendrá que echar mano del oficio de paparazzo… en la prensa rosa. Bien es cierto que no se trata de un álbum, sino del ensayo con el que Antonio Altarriba (1952) logró indignar a la Fundación Hergé de tal modo que el libro no resistió una reedición. Acostumbrados a litigar con éxito en los tribunales, los albaceas de Tintín también probaron de su propia medicina.
Las aventuras del reportero han arrastrado a la Fundación Hergé por escarpados terrenos, máxime en estos días de revisiones éticas y morales. Sin ir más lejos, el fiscal general de Bélgica abrió recientemente una investigación sobre uno de sus álbumes: Tintín en el Congo (1931), ambientado en la ex colonia belga, a tenor de la acusación presentada por un estudiante congoleño en Bruselas, que tachó la obra de paternalismo colonialista, y que fue secundada por el Consejo de Representantes de Asociaciones Negras, organización francesa contra el racismo que solicitó a Casterman (editora original) la retirada del álbum. Tintín en el País de los Sóviets (1929) no corrió mejor suerte. Hergé se había documentado para ello en un panfleto antisoviético redactado por un ex cónsul belga en Rostov, que le causaría a Georges Rémi no pocos quebraderos de cabeza. De hecho, el álbum no volvió a publicarse, y los ejemplares editados en 1929 pasaron a ser objetos de coleccionismo, hasta que apareció el facsímil de 1981.
Esta hipocresía jacobina llega a tal punto que, por ejemplo, Tintín en el país de los soviets está prohibido en China porque degrada la imagen del socialismo, mientras aplaude El loto azul por divulgar el brutal imperialismo japonés. Sin embargo, Tintín en el Tíbet, publicado allí en el 2000, se tituló Tintín en el Tibet chino, hasta que la Fundación Hergé puso el grito en el cielo. Al margen de esta espiral de prejuicios maniqueos, sus 24 álbumes recrean con benevolencia las entretelas de un siglo convulso.
Así, llegarían Tintín en América (1932), un batiburrillo de indios, rascacielos y Mafia, al rebufo del cine norteamericano, Los Cigarros del Faraón (1934), o El Loto Azul (1934). Posteriormente, la brecha que se abre en Europa en 1939 no sólo no detiene a Tintín, sino que lo propulsa hacia nuevos destinos que darán vida a El Cangrejo de las Pinzas de Oro (1941), La Estrella Misteriosa (1942), El Secreto del Unicornio (1943) o El Tesoro de Rackham el Rojo (1944).
El exotismo de los nuevos títulos respondía tanto al escapismo que exigía la época, como a una estrategia para eludir la censura nazi. Acabado el conflicto bélico, Hergé regresa sobre los escombros de Europa para detenerse en sucesos que le son más próximos. El Cetro de Ottokar (1947) refleja las tensiones entre dos países imaginarios: Borduria y Syldavia, a partir de los hechos reales de 1934 cuando los nazis asesinan al canciller austriaco Dolfuss a favor de la Anschluss.
Mientras, sobre el escenario del realismo soviético, El Asunto Tornasol (1954), parodiará el culto al líder Amaïh Plekszy-Gladz, que no es otro que Stalin. Su olfato visionario proyecta Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna (1950/53), antes de que Neil Armstrong diera su gran paso para la Humanidad en 1969. En La Isla Negra asoma el malvado Müller, alias Mull Pachá, en alusión a un traficante de armas que operaba en Jordania llamado Glubb Pachá, donde, al igual que Tintín en el país del oro negro, se perfila el avispero palestino.
Por otro lado, La Estrella Misteriosa (1942) anticipará la rivalidad por el control aeroespacial de las grandes potencias. Las Siete Bolas de Cristal, El Templo del Sol o Vuelo 714 para Sydney serán otras celebradas entregas, hasta que en 1976 aparece el último álbum completo: Tintín y los Pícaros.
Pero este itinerario acaba en una historia inacabada: Tintín y el Arte Alfa. Ambientada en el mundo de las sectas, el arte abstracto y las falsificaciones, desentrañará con turbación los últimos trazos de Hergé que parecen abandonar al héroe del tupé en una secuencia comprometida, amenazado por la espalda con un arma de fuego, como en el mejor cine negro. Sin embargo, y según lo dicho por su viuda Fanny Vlannikck, nunca sabremos el final: "Georges no me habló de dejar que otra persona continuara sus aventuras", señalaba en una entrevista sobre la posibilidad de que la Fundación Hergé concluyera el proyecto.
Todo indica que Tintín y sus inseparables compañeros, el foxterrier Milú, el borrachín Haddock, Tornasol, Bianca Castafiore o los torpes polizontes Hernández y Fernández no requieren de nuevos embrollos. El destino de Tintín, de su continuidad o del hipotético final tramado por Hergé, ya enfermo y agotado por el personaje (moriría en 1983), quedará velado por el misterio. Mientras que su obra, sobre todo los álbumes realizados en colaboración con Edgar P. Jacobs, no dejará de influir en la iconografía del siglo XX, en el arte y la cultura, como se aprecia en el Equipo Crónica, en Eduardo Arroyo o Julian Opie, pero fue sobre todo el pop-art de Wesselmann, Hockney, Lichtenstein o Warhol donde se verifica con más nitidez la estela del belga.
La cuestión es ¿por qué a los 80 años de aquella arcaica aventura bolchevique, todavía seguimos profesando esta fascinación por Tintín? Probablemente porque, como en otras tantas mitomanías, apareció en nuestra vida adolescente este joven reportero, solitario y sin familia conocida, convencidos de que, como decía Baudelaire, el verdadero héroe es aquel que se divierte solo.
FUENTE: Manuel Torres en: Diario Deia, 12 de enero de 2009.
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