¿Puede existir algo más plomizo, más digno de hastío y animadversión que los artículos del señor José Antonio Zarzalejos? No importa lo que ocurra en el mundo, el señor Zarzalejos dedicará todas y cada una de sus piezas periodísticas a atacar, denostar y vituperar el proceso soberanista (catalán y, en su caso, el vasco).
Lo que acaba siendo insufrible no son tanto las opiniones expuestas como la reiterada memez de los argumentos; la insidia machacona contra Artur Mas, obtusa y desde luego contraproducente, pues el acoso monomaniático haría simpático a un Barrabás. El tono de estratega de salón, de domador de pulgas. Los razonamientos alienígenos. Las ínfulas baratas.
Seamos justos: la prosa zarzalejiana no es exaltada ni disparatada; ni es necedad furibunda ni abunda en dislates. Pero sufre de un mal mucho peor, un mal imperdonable en un periodista que se quiere de élite: es de laboratorio. Los catalanes de que habla se dirían moléculas enfocadas por un microscopio. Y cuando nuestro insigne ex-director del ABC alega un sincerísimo amor por Cataluña, su sentimiento es tan creíble como inmodificable: nos amará siempre y cuando los catalanes sean lo que él exige que sean: que no lo sean.
En Madrid la política es cosa de gabinete. Para las élites españolas la calle no existe. Solo sedes, cúpulas y ministerios. Tan solo un mundo como el aznariano podía ser capaz de crear el vocablo “pancartero”. Y Zarzalejos viene de ese mundo. Por eso, que la mirada zarzalejiana intente valorar el Procés es como pedir a un daltónico que nos describa el Arco Iris austral.
¿A cuántos secesionistas debe haber convertido el señor Zarzalejos a la fe unionista? La pregunta es irrelevante. En cierta ocasión me hallaba en una remota ciudad del Congo donde solo había dos blancos: yo y un viejo misionero belga. Recuerdo que le pregunté, del modo más delicado posible: “¿Está usted seguro de que las ideas religiosas del millón de personas que nos rodean son perfectamente erróneas y en cambio las suyas, que no mantiene nadie más que usted, son verdades de una abrumadora perfección, incuestionables y superiores?” Respuesta: “Por supuesto”. Mi siguiente pregunta fue sobre cuantos africanos había convertido a la fe apostólica y romana en treinta años de misión. “Ah, no, eso no” confesó, tan pancho él: “A ninguno”. Lo importante era el apostolado.
Pero volvamos a la cuestión del principio: ¿debería sernos odioso José Antonio Zarzalejos, o al menos sus artículos inanes y vocingleros, sus estruendos de ideólogo arcaico y periclitado?
En un relato autobiográfico, Herman Hesse nos cuenta que se recluyó en un balneario para superar una crisis nerviosa. Todo va bien hasta que en la habitación contigua se instala un cliente holandés, impertinente y gordinflón, que convierte su estancia en un infierno. Tan solo les separa un ligero tabique, y el holandés arrastra muebles, incordia, sus risotadas son escandalosas. Su cama cruje y relincha, abronca a su mujer con unos aullidos guturales. Más que toser, muge. Hesse, que había acudido al balneario para superar un estado depresivo, está a punto de desquiciarse. Pero entonces se hace una pregunta mágica: ¿y si por un instante, solo uno, reemplazo el odio por la conmiseración? Hesse intenta visualizar al holandés cuando era niño, sus frustraciones, sus pesares. Su vida entera. Intenta imaginar qué dolor tan profundo lo trajo al balneario. A la madrugada siguiente, Hesse mira a su vecino de otro modo. Comulga con su sufrimiento. Lo ama. ¿Podríamos hacer lo mismo con Zarzalejos? Veamos.
Dícese del joven Churchill que la primera vez que ocupó un escaño, sentado junto a un viejo parlamentario de su mismo partido, miró a las filas rivales, exclamando: “¡Ajajá! ¡De modo que esos son nuestros enemigos!” (Recordemos que el parlamento inglés no es un hemiciclo, es un rectángulo: los grupos opuestos se sientan cara a cara). A lo que el veterano diputado responde: “No, joven, no; esos de enfrente son nuestros adversarios. El enemigo se sienta a nuestras espaldas”.
Al pobre José Antonio Zarzalejos le ocurre lo mismo. Decir que los suyos le apalearon sería poco. Fue triturado, descuartizado, aniquilado en varias de esas pugnas de gabinete, tan madrileñas, que las moléculas no entienden. (Y que además les importan un bledo). ¿Cómo va a sernos odioso un hombre que ha sufrido el ataque cavernario desde todos sus frentes? Yo no sabía que la cosa es tan salvaje hasta que leí una sentencia en la que el juez condenaba a Jiménez Losantos por difamar a Zarzalejos. Al parecer, y durante más de un año, Losantos usó su micrófono para dedicarle los siguientes epítetos: “calvorotas” (sic), “mentiroso”, “traidor”, “sicario”, “embustero”, “bobo”, “analfabeto funcional”, “inútil”, “zote”, “zoquete”, “fracasado”, “pobre diablo”, “pobre enfermo”, “nulidad”, “ruindad”, “pésimo director”, “director incompetente”, “ignorante”, “escobilla para los restos”,“Zanzalejos” (sic), “Carcalejos” (sic), y por fin y para acabar, “despojo intelectual” y “detritus humano”. Amén.
Está bien: lo amaremos. Al menos un poquitín. Pero por favor, que se nos concedan dos gracias. La primera es que antes de vocear que en Cataluña vivimos un “ambiente crispado”, se relean en voz alta las sentencias de sus guerritas intestinas. Y dos: en vez de atosigarnos tanto, ¿no podría dedicarse un poco más a sus enemigos?
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