“No te hagas nunca viejo”, ha sido una de las máximas que ha presidido la vida de Joseba Elosegui y que ha inspirado esa sucesión de gestos simbólicos protagonizados a lo largo de toda su existencia por este veterano gudari vasco que como los héroes románticos, ha demostrado que quería «morir por algo». Fue precisamente su intento de autoinmolación ante Franco en el frontón de Anoeta, cuando tenía más de 50 años, el acto de protesta más personal y arrojado de este impulsivo nacionalista que no quiso renunciar a cumplir, muchos años después, el íntimo deseo que sintió cuando se encontraba bajo las bombas que arrasaron Gernika: «quiero llevar aquel fuego que destruyó Gernika a la vista de quien lo provocó».
Testigo excepcional del bombardeo de la Legión Cóndor en abril de 1937, cuando sólo contaba 22 años y era el capitán de la compañía de gudaris que se encontraba acantonada en la villa foral, Joseba Elosegi vivió impactado esta experiencia de guerra cuya crueldad le marcó para siempre. Treinta años después, el 18 de septiembre de 1970, cuando Franco presidía la inauguración del Campeonato Mundial de Pelota en el Anoeta donostiarra, Elosegi se lanzó envuelto en llamas, desde la segunda galería, al grito de gora Euzkadi astatuta.
«Siempre he admirado el gesto de aquellos banzos budistas que para protestar contra las injusticias de que el pueblo era víctima se prendían fuego públicamente. Como aquel joven comunista checoslovaco que se rebelaba contra la ocupación de su país por las tropas soviéticas», escribió Elosegi en su diario un mes antes de ejecutar su conmovedora acción. Pero él no murió. Pudo sobrevivir gracias a que su cuerpo cayó ardiendo sobre un grupo de personas concentradas junto a la cancha y que sirvieron de colchón a su cuerpo, que de otra manera hubiera recibido un golpe de muerte. Llegó a reponerse y conocer desde Carabanchel, donde fue recluido durante seis años, que Franco había reconocido haber recibido un susto mortal. Y tuvo la satisfacción de poder confirmar que se había cumplido su deseo íntimo expresado en el diario: «no quiero matar a Franco. Solamente quiero ver el terror expresado en sus ojos».
Un hombre de acción.
Con una espectacular biografía de guerra en la que, tras la toma del País Vasco por el ejército franquista, continuó en Cataluña y fue ascendido a comandante en el curso de la batalla del Ebro; condenado a muerte y canjeado; enrolado en la Resistencia durante su exilio vasco francés en plena guerra europea, Joseba Elosegi se acomodó años después a los tiempos de paz, pero sin renunciar a defender sus ideales nacionalistas. Como buen hombre de acción que reconoce estar impulsado por un íntimo sentimiento patriótico, que no desea verse resignado a la derrota, Elosegi protagonizó, mucho antes que su famosa hazaña de bonzo, otra actuación individual quizás menos espectacular, pero por lo menos tan arriesgada. Fue el 18 de julio de 1946, en el décimo aniversario del comienzo de la guerra.
El ex comandante de Gudaris lo celebró escalando la torre de la catedral donostiarra del Buen Pastor, en cuyo pararrayos colocó una enorme y flamante ikurriña. «Nunca he sido militarista» -ha escrito sobre este episodio el propio Elosegi- «ni hombre al que hayan gustado los desfiles y paradas; pero cuando, después de haber bajado hasta el campanario, tiré de la estaca y mi bandera se desplegó, me puse en posición de firme y saludé militarmente a aquella bandera vasca que diez años después del alzamiento franquista ondeaba sobre nuestra ciudad».
Impulsivo e individualista, Joseba Elosegi defendía su particular código de valores asentado en dos sentimientos muchas veces expresados: «amor a la libertad y amor a la patria». Era por ello considerado como un francotirador; en realidad, un militante indisciplinado en cualquier colectivo. En todo momento siguió sus propios esquemas en función de sus impulsos íntimos, eso sí, repletos de ardor nacionalista y regidos por el principio del valor y del arrojo. Esta independencia de criterio, sus convicciones profundamente democráticas y la leyenda forjada sobre sus hazañas personales, lo convirtieron en uno de los militantes más populares que ha tenido el Partido Nacionalista Vasco. De él se dio de baja tras 50 años de militancia, para seguir el camino trazado por Carlos Garaikoetxea, cuya destitución como Lehendakari la calificó de «golpe de estado para el que no había motivo alguno».
Este mismo gesto de romper con su partido de toda la vida, al que estuvo ligado desde su juventud, fue también interpretado como un rasgo de independencia de criterio, al margen y por encima de convencionalismos.
Desde siempre y en solitario, Joseba Elosegi reprochó a la nueva generación de jóvenes nacionalistas que adoptaran la violencia como método para lograr objetivos políticos. Él, que había protagonizado una guerra cruel, consideraba la violencia como el último recurso. Durante los seis años que vivió en Carabanchel, Elosegi había conocido a jóvenes de ETA por cuya excarcelación luchó, una vez muerto Franco, como miembro fundador de la primera gestora pro amnistía, integrada por personalidades de la vida política y cultural vasca, que se disolvió una vez logrado su objetivo. Pero no les perdonó y no se calló cuando ETA prosiguió por la vía armada después de que se hubieran celebrado las primeras elecciones democráticas.
Duro con ETA.
Aficionado a la pluma, como quedó demostrado en su libro autobiográfico Quiero morir por algo, Elosegi prodigó su pensamiento a través de artículos en los periódicos del País Vasco, desde los que no eludió duros calificativos a ETA. Como viejo y veterano gudari, Elosegi se sentía personalmente legitimado para predicar ante la nueva generación, y sin el respaldo de ninguna sigla, que no es la violencia un camino, sino, como le tocó a él vivir, el último recurso de reacción. «En realidad era un romántico» -afirma un íntimo compañero suyo- «que cuando tuvo que hacer la guerra la hizo, pero al que no le entraba en la cabeza que para defender unas ideas hubiera que matar a la gente por la espalda. Esto, sencillamente, le repugnaba».
Tampoco perdonaría a la joven generación el escaso reconocimiento que han tenido hacia la labor de resistencia y clandestinidad que el PNV llevó a cabo tras la guerra. Elosegi reivindicó, en más de una ocasión, que ellos, quienes hicieron la guerra, se jugaron la vida a la vez que sufrieron las consecuencias de la derrota.
Su personal e intransferible biografía le otorgó una notoria popularidad y le valió ser nombrado miembro de la Junta de Seguridad encargada de poner en marcha la Policía Autónoma, así como salir elegido senador guipuzcoano. En estos años tampoco cedió a los impulsos personales y protagonizó nuevos episodios con los que pretendía demostrar que ni la edad ni la responsabilidad le impedirían nunca ceder a su impulso de protestar ante algo que considerara injusto o antivasco. Así, el 6 de junio de 1984 arrebataba del Museo del Ejército de Madrid, la ikurriña del batallón Itxarkundia, que se exhibía como un botín de guerra. El ex senador nunca declaró dónde guardaba el símbolo de la guerra rescatado, pero el capitán del batallón de gudaris al que perteneció la bandera incautada por el ejército de Franco era uno de sus íntimos amigos y, probablemente, a él se la restituyó por propia iniciativa.
Dos años después de este incidente, el veterano gudari tampoco se privó de dar la vuelta y colocar contra la pared un retrato de Franco que aún presidía las dependencias militares de los oficiales de la base militar de Cádiz. Joseba Elosegui había acudido en calidad de miembro de la Comisión de Defensa del Senado y no pudo reprimir su ira al constatar que el retrato del dictador permanecía presente en el interior del recinto militar y en plena democracia.
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