Sostiene un conocido lobista madrileño, antaño asiduo visitante del despacho de Luis Bárcenas en la calle Génova, que el asunto que nos ocupa, “en un país serio”, se hubiera resuelto con la aparición del susodicho muerto por ahogamiento en su cama, con una almohada sobre la cara –se admite la variante aterrorizada del que despierta bañado en la sangre que desprende la cabeza del caballo que alguien le ha colocado en plena noche entre las nalgas-, o bien enviando a Oslo a un hombre de toda confianza con plenos poderes para reunirse en secreto con el prenda y negociar con él un acuerdo cerrado y sellado. Y aquí paz y después gloria. El gran Mariano, prototipo de gestor acostumbrado a procrastinar lo divino y lo humano, ha dejado pudrir la situación hasta que el asunto se le ha ido de las manos. Con el PP convertido en un manojo de nervios, en Génova campea el desconcierto mientras en Moncloa simplemente no saben qué hacer. El partido, dominado por el pánico, ha sido esta semana un sálvese quien pueda. Y ello cuando la “bomba Bárcenas” no ha terminado aún de explotar.
Como cualquier grupo humano zarandeado por un peligro susceptible de poner en riesgo el modus vivendi de sus miembros, en Moncloa y aledaños ha sonado la corneta llamando al cierre de filas. Que no se mueva nadie. Y una misma lección para todos: “se trata de la conspiración urdida por un periodista que siempre quiso hundir a Mariano porque se negó a darle bolilla, y que se ha prestado a hacer de altavoz de un delincuente como Bárcenas. Debe ser la Justicia quien aclare lo ocurrido; nuestra voluntad de colaborar con ella quedó demostrada cuando la Fiscalía –ojo al ínclito Gallardón- pidió prisión incondicional para el menda. Que hablen, pues, los tribunales. ¿Los sobresueldos? En última instancia es su palabra contra la nuestra, y la acusación de que Mariano los cobró siendo ministro es inconcebible. Lo lamentable es que haya tanta gente, tantos partidos, tantos medios, dispuestos a dar pábulo a un chorizo cuya pretensión última es desestabilizar a Rajoy”. Encastillados y en posición de defensa indignada.
En Génova ven fantasmas y conspiraciones por doquier. Carlos Floriano ha llegado a hablar de “causa general contra el Partido Popular”. Lo mismo, con escasos matices, ha venido a decir el PSOE para defenderse de su implicación en el escándalo de los ERE andaluces. El enemigo del PP es el juez Ruz; la enemiga del PSOE es la juez Alaya. Curioso paralelismo, escandaloso emparejamiento en la desgracia de los dos grandes partidos hispanos, hermanos siameses en la corrupción y en su radical incapacidad para regenerarse ellos mismos, primero, y alentar una regeneración de nuestra democracia, después. Es más que probable que el asunto de los sobresueldos quede judicialmente en nada, entre otras cosas porque el eventual delito fiscal habría prescrito. Cosa muy distinta es la responsabilidad política inherente al hecho, todavía por demostrar, de que el actual presidente del Gobierno haya podido cobrar sobresueldos en su condición de antiguo ministro de Aznar, vulnerando la Ley 12/1995 sobre Incompatibilidades de los Miembros del Gobierno. Si ello fuera así, es obvio que, desde un punto de vista estrictamente político, la posición de Mariano Rajoy como presidente del Ejecutivo sería insostenible y tendría que dimitir, aun asumiendo el coste que en términos de estabilidad política y económica podría suponer para el país una movida de semejante calado en semejante momento.
La estrategia del presidente y su equipo parece clara: atrincherarse en la mayoría absoluta –el auténtico rompeolas de este Gobierno- y darle hilo a la cometa. Poner sordina al escándalo y dejar pasar el tiempo. A las puertas de las vacaciones de verano, el Ejecutivo celebrará su último consejo de ministros el viernes 2 de agosto, antesala de plácidos atardeceres en Doñana. Y septiembre podría venir cargado de promesas de tiempos nuevos: una buena temporada turística; los primeros síntomas de recuperación económica, y tal vez incluso la concesión a Madrid de los JJOO de 2020 (manifestación de la insensatez y la corrupción de una oligarquía que, con el país cayéndose a pedazos, sigue pensando en fiestas y festejos que inevitablemente se traducirán en más deuda pública).
El final de la segunda restauración borbónica.
Incapaz de asumir responsabilidades, pedir perdón y proponer un gran movimiento de regeneración moral de la vida pública, el PP se aferra a los dos años y pico que quedan de legislatura. Estamos en el final del viaje en el que a la muerte de Franco se embarcaron los dos grandes partidos mayoritarios, y la propia Corona como guinda del pastel. Es la descomposición de un Régimen. El final de la segunda Restauración borbónica. Las maniobras palaciegas contra Maura y el asesinato de Canalejas en 1912 dieron el golpe definitivo al sistema de partidos creado por Cánovas y Sagasta, uno de cuyos pilares era la unidad de conservadores y liberales en torno a sus líderes. Con ello se rompía el que quizá era eje fundamental de la Restauración: el mecanismo de alternancia en el poder. Los partidos dinásticos se fragmentaron en facciones, llegándose así a lo que Fernández Almagro definió como la “disolución de los partidos históricos”.
Algunos están queriendo ver algo más que un curioso paralelismo con lo que, 100 años después, ocurre en España a cuenta de la desafección política que millones de ciudadanos muestran hacia los dos grandes partidos que soportaron la Restauración juancarlista, fenómeno que las encuestas empiezan a mostrar de forma diáfana y que va más allá de la crisis del bipartidismo. Un reciente estudio efectuado por la Universidad Abierta de Cataluña sobre los barómetros electorales que publica el CIS, sostiene que “por cada cinco votos que pierde el bipartidismo, dos van al resto de partidos, mientras que los otros tres se instalan en la desafección”. El informe aclara que “no es desafección política, sino institucional. Mientras los parlamentos se vacían de votos, las calles, plataformas ciudadanas y centros cívicos se llenan de gente deseosa de hacer oír su voz”.
Como señaló Pavón, a la liquidación de la Restauración –cuyo golpe definitivo se produjo en 1917 con la revolución rusa- contribuyó decisivamente la crisis económica, con una inflación galopante y un deterioro del orden público que en 1921 culminaría con el asesinato de Dato. La España de Alfonso XIII perdió el rumbo en 1909, se hundió en 1912 y derivó hacia el caos en 1917, para terminar en el desastre de Annual. El recurso a los Gobiernos de concentración –que, en frase de Comellas, “fueron una medida de urgencia, no un sistema que en realidad ya no existía”- no fue sino el reconocimiento de que el régimen constitucional, articulado alrededor de un Gobierno y una oposición convertida en alternativa de poder, había dejado de existir. En este clima se fraguó el golpe de Primo de Rivera, que terminaría llevándose por delante la Monarquía. Es evidente que las diferencias entre la España de hoy y la de hace 100 años son abismales, y que es muy arriesgado establecer comparaciones y más aún extraer conclusiones, pero parece obvio que la España rica del XXI víctima del cáncer de la corrupción, la España asediada por la conjunción de esa doble y brutal crisis política y económica, se encuentra de nuevo ante una de esas encrucijadas históricas susceptibles de marcar la deriva de los próximos 50 años de convivencia entre españoles.
“Bueno, Luisito, que aún no me han recalificado el puto cine”.
No es arriesgado afirmar que, a pesar del sufrimiento causado, España logrará salir de la crisis económica con más o menos tiempo y esfuerzo; superar la crisis política, en cambio, parece mucho más difícil, casi insuperable hoy para un país necesitado de unos liderazgos de los que carece. La corrupción se ha convertido en una rémora no ya para el desarrollo de una economía competitiva en el marco de un mercado libre, sino para la viabilidad de la democracia. Oído no hace mucho en el reservado del restaurante Lavinia, calle Ortega y Gasset de Madrid, a un empresario del norte: “Bueno, Luisito [Bárcenas], a ver cuándo me arreglas lo mío, joder, que te he dado 50.000 corticoles y no me han recalificado todavía el puto cine…”. Y esta misma semana, a un alto cargo del PP: “Sí, es verdad que Lapuerta, siempre tan amable a diferencia de Bárcenas, te llamaba después [de cobrar el sobresueldo], oye, Fulano, que tienes que recibir a Mengano, de tal o cual empresa… Y todos entendíamos que Mengano se había mostrado generoso con el partido y había que tratarlo bien”. Una cosa parece clara: o se acaba con la corrupción, o la corrupción acaba con la economía y con la propia democracia.
Por desgracia y parodiando el evangelio de Mateo, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que la alianza entre la clase política dominante y la elite financiera que apacienta al Rey Juan Carlos consienta en la apertura de ese proceso constituyente que debería marcar el principio de una regeneración radical de nuestro marco de convivencia. Alertó de ello Federico Castaño el martes en vozpopuli: “El PSOE se malicia un pacto de Rubalcaba con Rajoy para poner sordina al ‘caso Bárcenas’ y al escándalo de los ERE”. Cuentan en la Cuesta de las Perdices que el acuerdo a tres bandas –PP, PSOE y Zarzuela- está en marcha y ya tiene nombre: “Operación Tijera”. Se trata de rebajar hasta una dimensión controlable el tamaño de tres escándalos cada uno de los cuales, por sí solo, podría llevarse por delante un Régimen: el caso Bárcenas, el asunto de los ERE andaluces, y la pesadilla del yernísimo Iñaki Urdangarin. Para cada uno de ellos se estaría en el diseño de soluciones a la carta, que incluirían en algún caso cómodas estancias en prisión con salida y dinerito garantizado. Cuentan que la labor de Gómez de Liaño consistiría en reconducir a su cliente por la vereda de ese apaño, con alguna que otra ayuda mediática (“un buen periodista es aquel que sabe distinguir el grano de la paja; publica la paja y negocia con el grano”).
El PP se lo juega todo, incluso la eventualidad de una escisión, a esa carta. En cuanto al PSOE, aseguran que ese acuerdo tripartito es defendido por la columna vertebral del socialismo –Felipe González, Rodríguez Zapatero y Rubalcaba-, interesada en “no hacernos daño inútilmente con la derecha, si queremos impedir il sorpasso de IU”. Nadie tan interesado, quizá como el propio Rey de España, que estos días, y aparentemente ajeno al desastre Bárcenas, prepara con ahínco un más que sorprendente viaje de Estado a Marruecos, país al que alguna vez ha aludido en privado como idóneo lugar de retiro en caso de eventual abdicación, para el que ha movilizado a las fuerzas vivas –y casi muertas ya- del Régimen. En Rabat reside el antaño famoso príncipe Tchokotua, íntimo del Monarca e intermediario en la venta de armas españolas al norte de África. Y en Rabat habita, naturalmente, el Rey Mohamed VI, con quien Juan Carlos I pasará en discreta privacidad dos de los cuatro días de su estancia en el país vecino. Viaje sin sentido, a contracorriente de los acontecimientos, plagado de incógnitas. ¿Tiene algún futuro este Régimen?
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