Todos los nombres de los españoles a los que Churchill pagó para que España no se aliara con Hitler: Nicolás Franco, J. March, Varela, Aranda, Kindelán, Queipo de Llano, Orgaz, Moreno, Solchaga, Muñoz Grandes…
Nicolás Franco, hermano de dictador y embajador en Lisboa, dos millones de dólares. El general José Enrique Varela, ministro del Ejército entre 1939 y 1942, dos millones. El general Antonio Aranda, la misma suma. El falangista Gallarza, un millón de dólares. El general Alfredo Kindelán, medio millón. Queipo de Llano, Orgaz, Moreno, Alonso, Solchaga, Asensio y Muñoz Grandes, también figuran en la lista de generales que a los que el servicio de espionaje británico, el M16, sobornó. Son los nombres de quienes cobraron y las cantidades que cobraron, abonadas por Londres para que impidieran la incorporación de Franco al esfuerzo militar alemán en la II Guerra Mundial.
Enviado por Crónica, el historiador británico Michael Alpert consulta los archivos secretos que acaba de desclasificar el Reino Unido y consigue el listado de los españoles a los que Churchill y su gente se quiso ganar a golpe de talonario para influir en Franco. Hasta 14 millones de dólares de entonces (232 millones de ahora) puso el Gobierno británico en una operación que arrancó en junio de 1940.
El 4 de ese mes, concretamente, el nuevo embajador británico, sir Samuel Hoare, pidió al ministro de Exteriores, Halifax, medio millón de libras esterlinas, con el fin de, en sus palabras, “ejercer presión sobre los ministros del Gobierno español que estén mejor situados para influir en la política nacional”. Halifax y Winston Churchill, en vista de la urgente necesidad de mantener neutral a España, dieron en seguida su aprobación. “Yes, of course”, dijo el premier al Foreign Office.
Dos días más tarde, Hoare cablegrafió de nuevo. Había tenido el tiempo de consultar más ampliamente. Pidió más dinero para “cubrir un campo más ancho”. Dijo: “Tengo gran esperanza de poder ejercer una influencia decisiva sobre un grupo cuidadosamente seleccionado de los jefes políticos y militares más importantes”. Pedía el embajador tres millones de dólares en seguida y cinco más después de seis meses si el soborno había producido resultados satisfactorios. En realidad, el total subiría, para julio de 1941, a 14 millones.
Hoare y Alan Hillgarth, jefe de las actividades secretas de la embajada, hicieron saber a Londres a través del capital Furse, que Franco quería mantener a España neutral. Pero el irresistible ejército alemán le atemorizaba. Suñer, cuñado de Franco y ministro de Exteriores, junto con el ala más fascista de Falange, Yagüe y algunos otros generales, presionaban para que España declarase la guerra contra Inglaterra, en cambio, los carlistas, el mundo empresarial y la mayoría de los militares preferían mantener la neutralidad. Hoare creía que Inglaterra debería reforzar la opinión derechista, la cual ofrecería, en caso necesario, una resistencia activa y pasiva a Alemania.
El millonario Juan March, muy conocido en círculos oficiales ingleses por su apoyo durante la guerra de 1914-1918, estaba, según Furse, organizando la oposición a Serrano Suñer, con la finalidad de adquirir barcos de la marina mercante alemán. La intención de los sobornos era, siempre según Furse, montar un golpe “liquidando” (sic) a Serrano Suñer, Yagüe y los jefes militares que favorecían al eje.
El asunto hoy, visto el resultado de la guerra, parece menos trascendente de lo que fue en su momento. En junio-julio de 1940, Berlín acosaba los intereses británicos esperando que Churchill pidiera el armisticio. A Hitler le hubiera costado poco convencer a Franco el día de la capitulación de Francia porque se lo puso en bandeja cuando, tras la victoria alemana de Dunquerque, le escribió mostrándole su admiración por el éxito del III Reich que “en la mayor batalla de la Historia” había vencido a “los enemigos seculares de nuestra patria”. Le justificaba que su declaración de neutralidad, de septiembre de 1939, había sido forzada por las inmensas carencias derivadas de la Guerra Civil y la dependencia española de los suministros aliados, mas terminaba: “No necesito decirle cuán grande es mi deseo de no permanecer lejano a sus preocupaciones y cuanta sería mi satisfacción por rendirle en cualquier ocasión los servicios que le parezcan más valiosos”. El general Juan Vigón, jefe del Estado Mayor, fue el portador de la misiva. Hitler le recibió de excelente humor el 16 de junio: París estaba en su poder y el gobierno francés, refugiado en Burdeos, debatía en aquellos momentos su capitulación. Vigón le expuso el interés de Franco en unírsele en la lucha, aportando a la victoria la toma de Gibraltar. El Führer, astuto y desconfiado, no advirtió ventaja alguna en ello y supuso con lógica que lo único que Franco deseaba era participar en los laureles de la victoria y repartirse con Berlín y Roma los despojos. Ante el hipotético peligro de un ataque británico contra Canarias, le aseguró que dispondría del apoyo del Reich, pero se mostró distante cuando Vigón le expresó los intereses españoles en el Marruecos francés.
Franco porfió días después por subirse al carro de la victoria: por medio de sus embajadores en Roma y Berlín comunicó a Mussolini y reiteró a Hitler su disposición a intervenir si se le proporcionaran armas, municiones y alimentos, deseando a cambio la zona francesa de Marruecos y el oranesado argelino y la ampliación de los territorios españoles en el Sahara y en el Golfo de Guinea. Hitler replicó con un simple y frío “enterado” al cabo de una semana, cuando ya Francia había capitulado. Y, en las mismas fechas, cuando Hitler se regodeaba en la victoria, que suponía completa, Franco volvió a ofrecérsele: el 17 de julio proclamaba: “Hemos hecho un alto en la batalla, pero solamente un alto. No hemos abandonado nuestra empresa (...) No han prescrito nuestros derechos, ni nuestras ambiciones; la España que tejió y dio vida a un continente, se encuentra ya con pulso y vitalidad. Tiene dos millones de guerreros dispuestos a enfrentarse en defensa de sus derechos...”.
Deslumbrado por la victoria y despechado por le negativa de Churchill a negociar la paz, en la que él hubiera impuesto sus condiciones, Hitler optó por continuar la guerra con un ataque frontal para el que el III Reich no se había preparado: el ataque aéreo al Reino Unido para, una vez aniquilada su aviación, desembarcar a la Wehrmacht en las islas británicas, donde no hubieran hallado gran oposición porque el ejército británico había desaparecido en Francia. La alternativa estudiada por los planificadores del OKW era la Operación Félix, que consistía en “implicar la Península Ibérica (y sus archipiélagos) en el gran teatro de la guerra conducida por las potencias del Eje y expulsar a la flota inglesa del Mediterráneo”.
Los altos mandos alemanes apostaron decididamente por el proyecto. Wilhelm Keitel, jefe del OKW opinaba: “Tomar El Cairo era más importante que conquistar Londres” y el gran almirante, Erich Raeder, urgía: “Los preparativos de esta operación deben iniciarse de inmediato para que puedan efectuarse antes de que EEUU puedan intervenir en el conflicto. No se trata de una operación secundaria, sino de uno de los golpes más eficaces que se puedan descargar contra Inglaterra”.
Pero Hitler, tras perder seis semanas, optó por León Marino, el asalto a las islas, cuyas primeras operaciones comenzaron en agosto. Fue en ese lapso de tiempo cuando Londres se acercó a varios generales españoles en busca de apoyo, suponiendo que entre ellos había simpatizantes con la monarquía y partidarios de su restauración como Kindelán, Ponte, Orgaz, Vigón, Jordana, Varela y, sobre todo, Aranda, el defensor de Oviedo.
Antonio Aranda, a la sazón gobernador de Valencia, acababa de llevar al paredón a varios falangistas acusados de sacar de la cárcel y asesinar a varios presos políticos, causando una auténtica tormenta en el Consejo de Ministros, que Franco capeó con su acostumbrada política de equilibrios: mantuvo como ministro de su cuñado, Serrano Suñer, destituyó al filogermano Muñoz Grandes, pero Antonio Aranda se quedó sin el ministerio de Defensa que, al parecer, Franco le había prometido.
ENTREVISTA EN HENDAYA.
En octubre de 1940, cuando la entrevista de Hendaya, los sobornos debían parecer ya poco necesarios. La RAF había decido a su favor la Batalla de Inglaterra; el III Reich suspendía sine die su operación León Marino y en Madrid, aunque los filogermanos seguían confiando en la victoria del Eje, se habían enfriado los ánimos. Franco en Hendaya pidió tanto que hartó a Hitler y, aunque tuvo que firmar un compromiso que vinculaba España al esfuerzo militar germano-italiano, nunca exigió su cumplimiento, estimando que, ante tanta reticencia, más sería una rémora que una ayuda.
Son los pormenores de una operación de la que sólo se conocía el grueso. En 1978 el historiador español Antonio Marquina mencionaba el asunto y en abril de 1982, incidía en ello en la revista Historia 16: “La embajada británica en Madrid, que siguió los acontecimientos militares como nadie y que, incluso, llegaría a destinar cuantiosos fundos a la captación de algunos generales, achacaba esa hostilidad a Suñer...”.
¿Qué más dicen los nuevos documentos? Para 19 de septiembre de 1942, de las cantidades depositadas en Nueva York quedaban 1,4 millones de dólares. Dos meses más tarde, frente a la ocupación alemana de toda Francia y a la llamada operación Torch, es decir el desembarco aliado en Marruecos, el cual hubiera podido representar un desastre, Hoare comunicaba a Londres que el general Asensio, jefe del grupo pro-Eje, había acordado “controlar” a los generales Barrón y Yagüe. Asensio, decía Hoare, era un “simple” a quien los alemanes habían acosado constantemente. “Ya no hay que temer nada de Asensio”, escribía Hoare. Dos semanas antes, el embajador había pedido otro millón de libras para “consolidar a nuestros amigos y atraer a los inseguros”.
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