Creo que no miento -comenta Cristian Campos- si digo que el unionismo ha sido incapaz de producir un solo argumento positivo que conduzca a los catalanes a arrojar sus esperanzas independentistas al más negro de los pozos del averno y abrazar con fervor Mariano a la madre patria española y ya de paso a su anciana suegra la Castilla imperial, por estricto orden de llegada. Argumentos negativos los ha habido a cascoporro.
En realidad toda una gozosa orgía de funestos vaticinios en lúbrica coyunda, pero sin Sasha Grey de por medio: nos echarán de la Unión Europea, nos gobernarán los nazis, los tanques volverán a entrar por la Avenida Diagonal, la corrupción se nos comerá por los pies, los empresarios se largarán de Cataluña con sus empresas a cuestas, nos obligarán a cambiarnos los apellidos, nos quedaremos sin pensiones, retrocederemos 50 años, nos convertiremos en Kosovo y seis o siete generaciones de catalanes se verán obligadas a hurgar en los cubos de la basura de sus vecinos valencianos y aragoneses mientras intentan que estos no les sacudan un perdigonazo de sal cual vulgares ratas nauseabundas con barretina. Eso a botepronto y sin escarbar demasiado. La tradicional finezza intelectual de las elites políticas de este país, ya saben.
Si la campaña electoral durara una semana más acabarían saliendo a colación el derecho de pernada, las hordas de zombis y las lluvias de sangre y fuego del apocalipsis. Hasta gente brillante como Tsevan Rabtan y Félix de Azúa ha tenido que recurrir en estas mismas páginas a la farsa y a la caricatura, es decir a la ficción a puerta gayola, para expresar su rechazo a una hipotética futura Cataluña independiente. Como si la realidad no atesorara argumentos suficientes. ¿No les parece sospechoso?
A mí me sorprende tanta preocupación por lo que hagan o dejen de hacer los catalanes. Si todo lo expuesto es cierto… oigan, que un diablo maléfico de 1.000 vergas como barras de cuarto nos sodomice a los habitantes del noreste español durante el resto de la eternidad. Que nos jodan bien jodidos, vaya.
A ver si no vamos a tener los catalanes la libertad de retozar en nuestra propia insensatez cual gorrino en charca de barro. Aquí el que no retoza es porque no quiere. Como dijo Albert Rivera entrevistado por Xavier Bosch en TV3 el pasado 16 de noviembre, “si Cataluña fuera independiente me iría de aquí porque no quiero pertenecer a un país que levanta fronteras en vez de puentes” (cito de memoria). Ahí tienen ustedes, y lo digo sin un ápice de ironía, la primera y única reacción racional en dos meses al órdago independentista catalán. Sin estridencias ni grititos de beata en trance: si no me gusta la charca, me largo.
¡A ver si voy a tener que hacerle yo el trabajo al unionismo! Venga, ahí va: un más que aceptable argumento positivo a favor de la unidad de España sería el de considerarla (a España) como una externalidad de red. Es decir como una estructura política y social cuya utilidad no se debe a la superioridad intrínseca sobre sus competidoras sino al hecho de que ya está siendo utilizada por una masa crítica de usuarios. Es el caso del sistema de vídeo VHS. La calidad del sistema VHS era objetivamente inferior a la del sistema BETA, pero el VHS logró consolidarse como el sistema estándar entre los usuarios por la simple razón de que había más personas que utilizaban VHS que personas que utilizaban BETA. Una externalidad de red no es más que puro conformismo social irracional, ese que nos lleva a correr en la misma dirección en la que corre la masa aún sin saber de qué amenaza escapa esta en concreto.
Externalidades de red son las modas, los superventas, la Wikipedia o Google. Según este argumento, España sería una externalidad de red. Quizá una Cataluña independiente acabe siendo más próspera, eficaz o viable que la España actual, pero España ya está siendo usada por millones de usuarios. Mal que bien, parece funcionar. ¿Para qué cambiar?
El problema de este argumento es que España no funciona. Más concretamente, lo que no funciona y no ha funcionado jamás no es España, sino sus instituciones y sus élites políticas. Y es por ahí por donde falla el argumento de la externalidad de red.
Lo que no se acaba de comprender en los mentideros políticos madrileños es la verdadera naturaleza de la rebelión catalana. Y no se comprende porque es imposible aprehender aquello que no forma parte de tu cosmovisión, de tu esquema intelectual de la realidad. Ver a Pedro J. Ramírez, Carmen Chacón y El País coincidiendo en este tema tiene algo de señal del fin de los tiempos, de estampita kitsch con león y cordero yaciendo juntos en los prados del paraíso.
Pero el independentismo catalán, que por cierto no ha sido diseñado por Artur Mas en un laboratorio secreto oculto en los sótanos del Palau de la Generalitat sino que viene de un poco más lejos, no es un capricho esencialista o cultural. Eso es la fachada de la masía, la cobertura de azúcar glas del buñuelo cuatribarrado. El independentismo catalán es la manifestación más visible y llamativa de una rebelión de clase. De clase media, concretamente. Esa clase media que en España sólo ha surgido históricamente de forma natural en Cataluña y, con matices, en el resto del arco mediterráneo.
El debate sobre la independencia de Cataluña no enfrenta a un hipotético nacionalismo esencialista catalán con el constitucionalismo español. Enfrenta a la clase media española con la aristocracia cortesana madrileña, que es algo muy diferente. Enfrenta dos culturas perfectamente delimitadas: la de los productores de rentas y la de los captadores de rentas.
Porque no habrán sido ustedes tan inocentes como para creerse el cuento de la solidaridad entre españoles, ¿cierto? Aquí la única solidaridad que se reclama es la de la periferia con la casta extractiva centralista.
Hace unos meses se publicó en Jot Down un artículo de Adrián Ruíz-Mediavilla llamado Madrid, los Juegos y el problema de los intangibles. En los comentarios de los lectores se desató el habitual debate sobre Madrid, Barcelona y los bocatas de calamares. Es una polémica absurda. Los debates sobre abstractos jamás acaban en una victoria por K.O. y se acaba confundiendo la ciudad con sus habitantes. Lo que sí sé es dónde preferiría vivir yo, que a fin de cuentas es lo que me importa como individuo y no como integrante de una colectividad de ciudadanos en busca de verdades metafísicas absolutas.
Madrid es una ciudad sintética, en el centro exacto de la nada y alejada de cualquiera de las rutas comerciales naturales que enlazan este país con sus países vecinos. Geoestratégicamente, Madrid es trivial. Si Madrid no fuera la capital de España ninguna nación se molestaría lo más mínimo en bombardearla o invadirla durante una hipotética III Guerra Mundial.
¿Para qué? Durante esa guerra, Madrid no vería ni medio Tomahawk atravesar su cielo. La riqueza de la que disfruta Madrid en la actualidad no tiene ninguna justificación histórica que vaya más allá de su condición de corte. No es el fruto de una larga historia de actividad cultural o comercial civil ni se debe a la iniciativa privada de sus ciudadanos. Y no porque sus ciudadanos no hayan deseado esa actividad comercial y cultural de raíz privada, sino porque no se les ha permitido desarrollarla en libertad. Madrid no es Holanda, en definitiva. Sus únicos activos son y han sido siempre su capitalidad y, en términos de fuerza bruta, la inmensa cantidad de funcionarios que trabajan en ella, concretamente 430.000 en 2012.
Cuando en 1658 el escritor e historiador madrileño Alonso Núñez de Castro publicó el popular libro de historia política Sólo Madrid es corte, los madrileños no tardaron mucho en corregir la expresión para que esta expresara algo mucho más cercano a la realidad: “Madrid es sólo corte”.
No es precisamente una casualidad que el establecimiento de la corte de Felipe II en Madrid en 1561 y la posterior consolidación de la ciudad como capital coincidiera con el inicio del desplome y la decadencia paulatina del imperio español. ¿Cómo no iba a estrellarse un imperio que rechazó voluntariamente toda posibilidad de intercambio comercial o cultural con el exterior estableciendo su capital en una ciudad construida a centenares de kilómetros físicos y mentales de Europa? Mientras en Barcelona se consolidaba una burguesía naviera abierta al comercio a través del Mediterráneo, Madrid vivía de las rentas de secano que producía un imperio de cultura agraria. Un imperio militarmente poderoso y construido a bocaperro, pero insostenible y que empezaba a caminar hacia su muerte nada más nacer.
Permítanme que les recomiende un libro. Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, editado por Ediciones Deusto. Acemoglu es profesor de economía en el Massachusetts Institute of Technology (el famoso MIT) y Robinson, politólogo y economista de la universidad de Harvard. El título del libro es autoexplicativo. Recurro a él por desapasionado. Como comprenderán, a Acemoglu y Robinson les importa un carajo la disputa España-Cataluña. En Por qué fracasan los países se limitan a analizar las razones del fracaso de naciones e imperios de todo el mundo y de todas las épocas en busca de sus fallas comunes. Les voy a resumir el capítulo dedicado al descalabro del imperio español. Es decir al por qué de nuestra condición actual de estado fallido. A los orígenes históricos de nuestro fracaso como nación.
Mientras el absolutismo fracasaba en la Inglaterra del siglo XVII, en España se consolidaba. Mientras en Inglaterra el Parlamento ejercía de tal, en España las Cortes “solamente existían de nombre”, aplastadas por la presión de la monarquía. 100 años antes de llegar a esa encerrona histórica, nada hacía presagiar la deriva de España hacia la inanidad. Cuando Aragón se unió a Castilla, ambas eran regiones europeas relativamente exitosas. Apenas un siglo después, el declive de España era firme e imparable a pesar de la riqueza que fluía desde América. A ello ayudó el hecho de que, tras la Reconquista, en 1492, se expulsara de España a los judíos, es decir a las elites financieras e intelectuales españolas.
Todo un alarde de visión histórica. Sólo hay que ver lo mal que le fue a EE UU cuando se dedicó a captar a las elites judías de todo el mundo durante la primera mitad del siglo XX. Prueba, eso sí, de que los españoles son gente rocosa es que, 500 años después, España sigue siendo uno de los países más vergonzosamente antisemitas del mundo, en dura pugna con Venezuela e Irán.
Felipe II inició en 1556 la que ha sido una de las tradiciones españolas más llamativas, uno de esos rasgos por los que somos conocidos actualmente en el mundo entero: el de no pagar nuestras deudas. En 1557, apenas un año después, Felipe II volvió a fallar en el pago. Y, de nuevo, en 1560. Los impagos españoles llevaron a la ruina a las familias banqueras Fugger y Welser. Posteriormente arruinamos también a los banqueros genoveses al no pagar nuestras deudas en 1575, 1596, 1607, 1627, 1647, 1652, 1660 y 1662. Unos tipos fiables, estos cortesanos castellanos. Y todo ello mientras se expoliaba sin descanso la riqueza de las colonias americanas. Jamás un imperio ha dilapidado tan rápidamente tanta riqueza sin obtener el más mínimo rédito a largo plazo, sin avanzar ni un solo paso hacia la modernidad y sin que sus ciudadanos percibieran al menos una pequeña parte de las riquezas conseguidas.
España es la nación contemporánea que muestra una mayor distancia relativa entre su situación actual y la potencia de su antiguo imperio. Nuestros reyes y cortesanos han disfrutado a lo largo de la historia y hasta nuestros días de niveles de vida perfectamente homologables a los de los reyes y cortesanos internacionales, pero no ha sucedido lo mismo con los ciudadanos españoles. España es África sólo de clase media para abajo. De la corte para arriba España es, más que europea, lujosamente qatarí.
Mientras Inglaterra permitía a sus ciudadanos una participación progresivamente amplia en el comercio atlántico y se daba pie al nacimiento de los EE UU, en España se optaba por el nepotismo y la arbitrariedad jurídica. Un único gremio de comerciantes sevillanos controlaba todo el comercio con América a cambio de la entrega de una parte de los beneficios a la monarquía. El monopolio sevillano se alargó hasta 1717. Castilla, además, acaparó el comercio con las Indias, permitiéndolo únicamente a los súbditos castellanos. De hecho, tan extranjeros se consideraba en Castilla a los catalanes que estos mantenían un cónsul en Andalucía. Lo cuál era totalmente lógico porque lo que se había unido en el siglo XV no eran los reinos sino las coronas. Cuando, casi 200 años después, Castilla abrió la mano a los catalanes, los valencianos, los navarros, los aragoneses y los mallorquines, los flujos comerciales con las Indias se multiplicaron por cinco.
El comercio libre se expandía por todas las naciones europeas prósperas menos en España. Al impedir el comercio libre se obstaculizó el nacimiento de una clase media de comerciantes y se condenó a España al atraso histórico. Incluso el comercio entre colonias estaba fuertemente controlado por la monarquía: Nueva España (el México de hoy en día) no podía tratar directamente con Nueva Granada (la actual Colombia) sin permiso cortesano. El resultado fue la reducción de los posibles beneficios.
El ansia por el control despótico de todos los flujos de recursos de las colonias condujo al agotamiento de dichos recursos. Sin libertad comercial, fiscalizadas por la ociosa burocracia central y por una corte improductiva de hidalgos y de rentistas parasitarios, las colonias apenas proporcionaban una fracción de toda la riqueza que habrían podido producir de haber gozado de mayor independencia. España le quebró el cuello a la gallina de los huevos de oro.
¿Les suena la melodía? Sustituyan “colonias americanas” por “clase media” y observarán un cierto patrón histórico.
Y acabo con el libro de Acemoglu y Robinson. Durante el siglo XVII, el declive económico español era ya un hecho. A principios de siglo, uno de cada cinco españoles vivía en zonas urbanas. A finales de siglo era solo uno de cada diez. Mientras Europa crecía gracias al comercio libre y la semilla de futuras instituciones políticas democráticas, España moría de caciquismo, asco y desidia.
El retraso político, cultural y social castellano es la causa de la tardía democratización e industrialización española. Que la España de 2012 sea un estado fallido no es una rareza histórica: el proyecto España ha fracasado porque España jamás ha existido más que como el sueño caciquil de una elite cortesana central incapaz de producir riqueza en condiciones de libertad pero muy hábil a la hora de apropiarse de ella por la fuerza. España ha quebrado 13 veces a lo largo de su historia. Es más: España tiene el honor de haber sido la primera nación moderna de la historia en quebrar (en 1557). Otras naciones han quebrado a lo largo de su historia, pero sólo España vive cómodamente instalada en una quiebra endémica. Un español sorprendido por la virulencia de la crisis en este país, por las tercermundistas tasas de paro y de abandono escolar, es, lisa y llanamente, un español que no conoce la historia de España y de sus elites políticas.
Así que la resistencia a la hipotética independencia de Cataluña no es más que otra escaramuza de la vieja batalla entre un centro aristocrático rural y de cultura militar y una periferia burguesa marítima de cultura comercial. Que el PP haya tomado el testigo, con extraordinaria eficacia, del aniquilamiento de la clase media española que inició el PSOE no se debe a la coyuntura de crisis actual. Está escrito en los genes de la arquitectura institucional española. Es el cáncer de este país: el odio a la libertad, a la propiedad ajena y al trabajo productivo. Por eso España, o mejor dicho esta España, debería desaparecer del mapa de las naciones para que los españoles, madrileños incluidos, pudieran sobrevivir. Por separado, sí. Y ya veríamos dónde estamos dentro de 100 años y si nos conviene volver a intentarlo entonces sobre bases más sanas.
En la actualidad no existe tratamiento democrático posible para la enfermedad española porque esta no es circunstancial: este país se construyó sobre cimientos e instituciones taradas y profundamente antidemocráticas y nada de lo que plantemos sobre su superficie dará jamás fruto duradero alguno porque es lo que está oculto bajo nuestros pies lo que debemos demoler.
Un dato entre muchos. España es el segundo país del mundo en el que más se roba. Pueden leerlo en la edición de 2013 del librito Pocket World in Figures editado por The Economist. Concretamente, 1.188 robos al año por cada 100.000 habitantes. Pero lo interesante no es eso. Lo interesante es ver quiénes nos siguen en la lista: Argentina (3), México (4), República Dominicana (5), Costa Rica (6), Chile (7), Nicaragua (9), Ecuador (10), Uruguay y Panamá (11), y Colombia (13).
¿Y qué es lo que tienen esos países en común? En efecto: España. Una de las grandes aportaciones españolas a la cultura mundial, una de las herencias que legamos a nuestras colonias, es el robo. El desprecio por la propiedad ajena convertido en rasgo de carácter nacional y en motivo de admiración en la literatura y el teatro español de todas las épocas. El pícaro. El pirata. El descuidero. El quinqui. El chorizo. El timador. El forajido. El caco. El corrupto. El diputado que dice perder el iPad para que el Congreso le consiga otro para su mujer. El hijo de la grandísima puta que prefiere tirarse cuatro horas reventando la puerta de un almacén que una o dos trabajando en ese mismo almacén a cambio de un jornal. ¿Demagogia?
Déjenme que cite un fragmento de Breve historia de España, de Fernando García de Cortázar (miembro nada sospechoso del Patronato de Honor de la Fundación para la Defensa de la Nación Española) y José Manuel González Vesga: “El rango sociopolítico de la nobleza inoculará en el tejido cultural de la Península el virus de la emulación desmedida. Víctima de él, la sociedad castellana perseguirá el ennoblecimiento como supremo objetivo social entorpeciendo así cualquier vía renovadora en siglos futuros, con su desprecio del trabajo manual, su obsesión por la limpieza de sangre y su empeño por traspasar el umbral de clase, una vez alcanzado cierto estatus económico, en perjuicio de los negocios productivos”.
“Su desprecio del trabajo manual… en perjuicio de los negocios productivos”. Clavado. España 2012. Así que cuando los nacionalistas catalanes, de cultura burguesa, dicen aquello de “España nos roba” están fallando el tiro. España no nos roba. España roba. A secas. Y eso es así porque el duende español no ha dado todavía con la fórmula para vivir del aire o de la simple admiración de la belleza de sus mujeres. Y si no puede vivir del aire pero al mismo tiempo desprecia el trabajo manual por innoble, a la casta aristocrática extractiva que nos gobierna sólo le queda un camino: robar.
España es ya uno de los cinco países europeos con la presión fiscal más alta. Sólo el IRPF se sitúa 8,8 puntos por encima de la media de la eurozona y 13,9 por encima del conjunto de la Unión Europea. Y lo que te rondaré, morena. La aristocracia ociosa, rentista y extractiva no ha muerto, sólo que ahora tiene otro nombre. Se llama “casta política”.
Más datos. Las mayores empresas españolas. Cambian cada año y dependiendo de la fuente, pero ahí va una lista fiable (de Fortune): Banco Santander, Telefónica, Repsol YPF, Banco Bilbao Vizcaya, Iberdrola, ACS, Gas Natural Fenosa y Mapfre. Bancos, compañías energéticas y de telecomunicaciones, una aseguradora y una constructora. Entre ellas antiguos monopolios y empresas estatales privatizadas. Es decir empresas cuyos beneficios y actividades dependen muy directamente de sus relaciones con la administración central. De sus visitas al palco del Bernabéu y de la labor diplomática del Rey en el extranjero, en definitiva. No hemos evolucionado mucho desde Felipe II, ¿cierto? No encontrarán ni una sola empresa española estrictamente privada en la lista.
Porque en España no existe vida más allá del cálido y viscoso útero del funcionariado central, no existe futuro alguno sin el favor de la aristocracia cortesana madrileña. ¿Recuerdan cuando se prefirió que Endesa pasara a manos italianas antes que catalanas? Los mismos que orquestaron esa operación como si les fuera la vida en ello claman ahora por la unidad de España y boicotean el Corredor Mediterráneo, la ruta natural de comercio español con Europa, en beneficio de un Corredor Central que conecta el desierto con el páramo atravesando el arenal. De nuevo una obra mastodóntica, dilapidadora, a contracorriente de la racionalidad y la historia, que aislará aún más a España de Europa.
La misma Bruselas pidió en 2011 que se consideraran como prioritarios únicamente el Corredor Atlántico (País Vasco) y el Mediterráneo, dejando fuera el eje central. Por absurdo. Pero que si quieres arroz, Catalina. Por no hablar de los AVE que conectan el pueblo con la aldea y a esta con el villorrio y el cortijo de las cabras mientras las regiones españolas históricamente productivas mueren de inanición financiera.
Cuando alguien defiende la “amplia descentralización española” me entra la misma risa que cuando alguien habla de la “desregulación neoliberal de la economía”. Eso son dos mentiras como dos trolebuses, hombre. ¿A quién pretenden engañar con esas falacias? España prefiere reventar de miseria antes que permitir que una cultura burguesa productiva se consolide en este país. ¿Qué pastos expoliarían nuestros burócratas si eso llegara a ocurrir?
Más: Nokia, Apple o Sony son empresas impensables en España. Steve Jobs no habría pasado de informático meritorio en España por su desprecio por el pasillismo y la politiquería. En sentido contrario, César Alierta o Florentino Pérez serían ciudadanos corrientes y molientes en los EE UU, quizá los gerentes de un concesionario de coches de segunda mano, sin la ayuda de un gobierno facilitador.
Sé lo que están pensando: Zara. Busquen “Zara copycat” en Google y asómbrense de lo rápido que nos calan a los españoles en el resto del mundo. Allende las fronteras españolas, Zara es únicamente una empresa enorme que copia con extraordinaria eficacia y rapidez (apenas tres días según la rumorología) los diseños ajenos. Sin más. Nadie en el mundo admira a Zara por su creatividad. Si acaso, por sus resultados contables.
¿Más? España, récord mundial de paro. Consuélense: algunos países africanos a los que se les supone un mayor porcentaje de parados que a España no aparecen en las estadísticas. Eso sí: ¿les suena aquello de que si California fuera un país sería la octava economía mundial? Pues si lo fuera Andalucía sería la primera potencia mundial en paro.
No sigo. Creo que se entiende el mensaje. Si los unionistas han sido incapaces de dar un solo argumento positivo que echarle al coleto a los catalanes que dudan entre la independencia o la dependencia no es por una súbita ofuscación. Es que ese argumento no existe. Por eso recurren a la ficción y al tremendismo apocalíptico.
Así que los ilusos que este domingo crean estar votando por la solidaridad entre españoles, por la estabilidad constitucional, por Europa, por la unidad de España y demás zarandajas deberían pensárselo dos veces. Lo que se decide en estas elecciones no es una disputa territorial entre España y Cataluña. Es una confrontación entre dos maneras de entender la modernidad. Este domingo no se vota a Artur Mas o a Alicia Sánchez Camacho o a Albert Rivera o a Oriol Junqueras. No se elige entre los escándalos de corrupción de la administración central y los escándalos de corrupción autonómicos. Esa es la visión cortoplacista habitual en este país. Baile de acusaciones, cebos para vender periódicos. Todos esos nombres, los de Mas, Camacho, Rivera y Junqueras, son coyunturales y desaparecerán de los papeles en dos, cuatro o seis años.
Hasta esa última patochada de los servicios secretos del estado lanzando un escándalo teledirigido en plena campaña con el objetivo de interferir en las elecciones es viejo. ¿Les suena Joseph Fouché, el “genio tenebroso”? Cito un fragmento del artículo El efecto Fouché publicado por Enric Juliana en La Vanguardia del pasado 18 de noviembre: “Las batallas de reputación se deciden en los detalles, y en la irrupción de Fouché (fundador de la policía política en 1799) esta vez hay una zafiedad excesiva. Un “borrador”. Estilo ruso. En España ya no hay campaña electoral sin algún tipo de intervención política —oficial u oficiosa— de la policía (ya pasó en Galicia)”.
Así que en las elecciones de este domingo, cortocircuitadas por las cloacas del estado, se vota algo que va mucho más allá del corto plazo. Se vota siglo XVII o siglo XXI. Caciquismo o libertad de empresa. Policía política o separación de poderes. Corte o burguesía. Nepotismo o liberalismo. Se vota la posibilidad de romper con 500 años de miseria, molicie y fracaso. Se vota la posibilidad de encarrilar España, por medio de una sacudida política descomunal, en la vía de la productividad y el progreso.
Y sí, por supuesto: se vota la ruptura de España. Si yo fuera clase media española o si yo, simplemente, me considerara ciudadano y no plebe, rezaría para que la aventura catalana tuviera éxito. Porque España es ya un zombi. Nació en un yermo y agoniza convertida en un yermo de paro e improductividad, pastoreada por una casta política mediocre hasta la náusea. No sé si los españoles se merecen a España o viceversa, pero lo que desde luego no se merecen ni España ni los españoles es a las elites burocráticas españolas. A la corte central y sus palmeros.
Así que es eso o el exterminio de la clase media en este país. ¿Quién creen que va a capitanear la defensa de las libertades políticas y económicas en este país si la única comunidad de España donde la clase media goza todavía de un cierto poder político y social, de una cierta capacidad de resistencia, acaba fagocitada por la cultura burocrática extractiva centralista? Sólo hay que leer nuestra historia para saber cómo acabará esto si el domingo vence de nuevo, aunque sea moralmente, la España cortesana, antiliberal y eterna.
En menos de un año, la 14ª quiebra.
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