Están ya un poco lejanos aquellos días en que dos jóvenes vascos, a raíz de haberse lanzado a las calles de Gernika con un cartelón en que se leía "Queremos la Universidad Vasca", fueron detenidos e inmediatamente conducidos, esposados, y a pie, entre parejas de la guardia civil, desde la villa donde se estaba celebrando uno de aquellos memorables Congresos de Estudios Vascos, hasta Amorebieta.
La clásica incomprensión daba una vez más brutal respuesta a una demanda que sólo simpatía o, en el peor de los casos, comprensión podía despertar en cualquier país civilizado.
Leizola era entonces un joven abogado que había adelantado brillantes pruebas de su valía en varias oposiciones, en las que invariablemente hubo de obtener los primeros puestos, ya en la Diputación de Gipuzkoa, ya en el Ayuntamiento bilbaino, ya en las primeras oposiciones celebradas en Madrid para la constitución del Cuerpo de Secretarios de Administración Local, donde obtuvo el número uno de la promoción de la primera categoría.
Y, continuando con su brillante carrera, tras haber sido elegido diputado a las Cortes Constituyentes por el PNV en 1931 y reelegido más tarde en la de 1933, llegó el momento en que, desempeñando la cartera de Justicia y Cultura del Gobierno de Euzkadi, constituido en 1936 bajo la presidencia de José Antonio de Agirre en Gernika, se halló en condiciones de cumplir lo pedido en el famoso cartelón, es decir, la de crear en pleno fragor de la guerra, la Universidad Vasca.
En nada disminuye los méritos de esta creación la fugacidad que las circunstancias impusieron a la obra. Ella, lo mismo que tantas otras realizadas en aquellos azarosos días -la puesta en marcha de docenas de escuelas puramente euskéricas, la edición de los textos a ellas adecuadas, la guardia y conservación de nuestros tesoros artísticos, tantas otras cosas que en el plano meramente cultural entonces se hicieron y que apenas si, desgraciadamente, alcanzaron a dar fruto por el rumbo que las circunstancias bélicas tomaron, que gracias a la gestión del Consejero que hizo todo cuanto humanamente entonces podía hacerse y eso es lo que cuenta.
En ese departamento del Gobierno Vasco, a lo largo de toda la guerra, en Euzkadi y en el exilio, se tuvo ocasión de conocer de cerca al hombre Leizaola, a quien hasta entonces sólo había ahondado en la faceta intelectual. Se sabía del hombre que especializado en temas económicos y sociales, era, al mismo tiempo, un estupendo conocedor de la literatura euskérica y un incansable escudriñador de los rincones de nuestra historia.
Se Conocía su profunda preocupación por la revalorización de nuestra cultura y la exaltación de todos los aspectos universales de nuestra vida pasada y presente; su pasión por la jerarquización de nuestro idioma hasta elevarlo como instrumento de cultura: se sabía y entonces se supo mejor del hombre cuya prodigiosa memoria le permitía, en cualquier oportunidad, describirnos bien toda la regia estampa de doña Toda de Navarra con todos los avalares y episodios de su larga existencia, o la del gran conductor guipuzcoano Domenjón de Andia. Se conocía y se tuvo ocasión de conocer mejor esta faceta tan típica de su personalidad que, por lo demás, a través de sus libros fácilmente se descubre, pero tuvieron que aprender también otras lecciones aun más altas, puesto que con los hechos y no con las palabras fueron dadas; se conoció al hombre de la responsabilidad, el que nunca supo rehuirla en tantos difíciles momentos como la gestión de la cartera de Justicia hubo de procurarle en los tremendos días del Bilbao bloqueado, donde, pese a todo había que atender, porque así lo reclamaba el buen nombre de lo vasco, a la humanización de la guerra; donde, cuando agotada la capacidad de resistencia, hubo de ordenarse la evacuación, quedó al frente de los que asumieron tan sacrificado servicio, sencillo e impasible como siempre, el Consejero Leizaola.
Y se conoció ese su profundo sentido de la responsabilidad en el destierro, ya como encargado que fue de preparar la emigración a América de los exilados vascos, ya en atención de los niños de las colonias, ya en su decisión de quedarse en Francia, corriendo con todos los riesgos de la ocupación alemana.
En los años posteriores, siempre fue el compañero inseparable del Lehendakari Agirre y trabajó en constante toma de pulso de las corrientes de pensamiento y acción dentro de Euzkadi, de una parte, y de los problemas europeos, de la otra.
Pero hoy toca recordarle como creado de la Universidad Vasca en plena guerra, como el hombre que pasó de reivindicar aquella carencia ante Alfonso XIII a crearla en cuanto tuvo la mínima oportunidad, hará este mes 75 años. Toda una fecha redonda.
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