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viernes, 23 de septiembre de 2011

La dignidad de la política (Homenaje a Miguel Núñez).

El descrédito de la política y especialmente de los políticos y de los partidos políticos es una evidencia en nuestra experiencia cotidiana, como confirman los estudios, las encuestas, las manifestaciones públicas y los medios de comunicación. Y la creciente abstención y los votos nulos y en blanco en las elecciones. Seguramente la percepción social es exagerada, ya que más del 50% de la población tiene el hábito de votar y una parte importante de los ciudadanos, con más o menos entusiasmo, se sienten vinculados o próximos a un partido u otro.

Es injusto considerar por igual todos los cargos públicos y aun más igualarlos todos con los casos, claramente minoritarios, de políticos culpables o sospechosos de corrupción o de corruptelas. Pero en política la realidad es sobre todo lo que parece. Y la poca confianza que gran parte de la población tiene en los políticos y los partidos es grave para la democracia.

La ciudadanía se desvincula sicológicamente de las instituciones y éstas son aun más vulnerables ante los poderes fácticos, y se favorece la regresión de la democracia a favor de todo tipo de autoritarismos. Y si hay regresión puede haber resistencias e incluso revueltas, pero las posibilidades de profundizar o transformar democracias débiles como la nuestra son aun más inciertas, ya que los avances democráticos exigen procesos dialécticos entre reivindicaciones sociales y reformas institucionales. Para que se cumplan las promesas de la democracia hace falta, en el ámbito político, más participación de los ciudadanos y más autogobierno para las nacionalidades, y en los ámbitos social, económico y cultural más derechos reales para toda la población, más políticas públicas que reduzcan las desigualdades y una mejor calidad de vida para todos.

Es preciso recuperar la dignidad de la política. La dignidad de la política depende, antes que nada, del comportamiento y de la imagen de las personas que la representan. Es por ello que hemos querido rendir homenaje a Miguel Núñez, uno de los máximos responsables del PSUC en Catalunya en la clandestinidad, el personaje mítico que escuchaba y se hacía escuchar por toda clase de personalidades, dirigentes obreros e intelectuales, gente de Iglesia y representantes de corrientes políticas muy opuestas, viejos militantes decepcionados y jóvenes activistas radicales. Un hombre cualquiera que cuando fue necesario tuvo un comportamiento heroico, soportando con dignidad la tortura, la cárcel, el aislamiento e incluso en ciertos momentos la incomprensión de otros dirigentes de su partido. Un hombre libre que pensaba por su cuenta, que tenía criterio y convicciones sólidas, que fue coherente en su comportamiento con los valores que le guiaban y que, al mismo tiempo, fue capaz de rechazar algunas viejas creencias antiguas y de asumir otras que eran más consecuentes con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, los valores de las revoluciones europeas.

Pero Miguel probablemente nos agradecería que, más que exaltar sus valores y sus acciones, le evocáramos para enaltecer la dignidad de la política a partir del comportamiento de los hombres y las mujeres que se dedican a ella. Hombres y mujeres que deben tener una ambición, la de contribuir a hacer un mundo, un país, una ciudad, una empresa o un barrio más justos, más solidarios y más libres. La dignidad de la política no dependerá de las normas constitucionales ni de las legislaciones electorales ni de los estatutos de los partidos, si bien todos estos aspectos pueden contribuir a ello. La dignidad de la política es una cuestión de moral pública que, com ya se ha dicho, se expresa en las personas que la representan.

El ejemplo de Miguel, su comportamiento durante una vida de lucha y de militancia política de más de 70 años, nos permite destacar seis virtudes o cualidades que, entre otras, configuran una historia personal extraordinariamente digna.

La primera es el coraje. Nadie nace héroe, y no es deseable que un país dependa de los héroes. Pero sí que se necesita coraje. Miguel, excepcionalmente, supo ser un héroe cuando fue preciso. Siempre demostró coraje. Y, ciertamente, la vida le exigió mucho coraje. Era un muchacho listo que quería estudiar, pero estalló la guerra cuando tenía 16 años y consideró que había que defender la República. Y después su historia fue una sucesión de momentos de coraje. Coraje para ir a la guerra y para participar en la resistencia armada para contribuir al restablecimiento de la democracia al final de la guerra mundial. Coraje para asumir el riesgo permanente de la clandestinidad. Coraje y audacia para defender sus convicciones y para reclamar cambios a su partido, dejar la lucha armada y organizar la resistencia en el interior del país.


Coraje y audacia para ser un innovador permanente en la cárcel y en la clandestinidad, para avanzarse a otros dirigentes en la crítica del pensamiento dogmático, para huir de la autosuficiencia de los que se consideran portadores de la verdad, para rechazar la subordinación a los mal llamados países socialistas, para luchar contra la rigidez organizativa que limitaba la iniciativa de los militantes. Coraje es asumir el riesgo, resistir cuando te quieren someter, defender las ideas propias aun sabiendo que no siempre serán bien recibidas, mantener las convicciones en circunstancias adversas. Hay que tener coraje para no actuar en función de la carrera personal.

La segunda virtud es la responsabilidad. El político debe ser coherente y consecuente, creíble, e inspirar confianza no sólo en su partido, sino también en los otros partidos y en la opinión pública. No debe ocultar sus objetivos ni los medios elegidos para alcanzarlos. Tampoco debe disimular sus convicciones, pero ha de esforzarse para entender las de los demás. Miguel era respetado por todos y sabía encontrar aliados en todos los àmbitos de la sociedad. La responsabilidad es una virtud que se ejerce y se explicita ante uno mismo y ante todo el mundo.

La tercera cualidad es la honradez, que no es sólo una virtud, sino también un deber de cualquier ciudadano, una condición para la convivencia. Pero para las personas que tienen cargos en las instituciones o en los partidos que forman parte del sistema representativo la honradez es una condición sine qua non: honradez respecto a los bienes materiales y los privilegios, y también honradez intelectual, renuncia a utilizar la calumnia o la mentira. Una opinión pública sana –y, evidentemente, también los partidos- debería excluir de la vida pública a los políticos irresponsables e indecentes. La falta de honradez de algunos políticos es una manifestación clara de una democracia débil, impotente y limitada.

La cuarta virtud es la capacidad de entender la política como instrumento de transformación, cambio, progreso, avance social y cultural, y más igualdad y más libertad. Miguel no entendía la democracia simplemente como una representación, sino como un instrumento para cambiar la sociedad, para promover la justicia, para crear lazos solidarios entre los ciudadanos. No repetía la banalidad, a menudo hipócrita, de los que dicen que hacen política por voluntad de servicio.


Miguel fue un político al servicio de los que luchaban por una sociedad más justa, de los que eran víctimas de las injusticias. Su patria era el mundo de los trabajadores. Fue comunista por un ideal utópico y por una acción eficaz a corto plazo, y se alejó hasta romper con el socialismo soviético porque creaba una sociedad anquilosada, que no avanzaba ni hacia la libertad ni hacia la igualdad. Apreciaba los progresos conquistados con la democracia pero no se conformaba con esta democracia y consideraba que el sistema político español es profundamente conservador. No soportaba la regresión de la democracia a un conjunto de procedimientos más aptos para el inmovilismo que para el cambio.

La quinta virtud es el internacionalismo y la defensa de la autodeterminación de Catalunya. Miguel era madrileño pero durante casi medio siglo, incluidos los cerca de 16 años de cárcel, luchó por Catalunya, por las libertades de los catalanes y por el derecho a la autodeterminación del pueblo catalán. Se sentía catalán y sobre todo creía en el derecho de los catalanes al autogobierno. Pero no era nacionalista de ningún país. Era internacionalista hasta la médula, y su patria eran los trabajadores y los oprimidos de todo el mundo. Para él todos los pueblos tenían el mismo interés y con todos se sentía comprometido. Durante la dictadura, Miguel se podría haber sentido andaluz o vasco, o volver a ser madrileño. Habría podido quedarse en Francia y ser un trabajador sindicalista o un profesional militante de todas las causas justas.


Cuando consideró que no podía hacer mucho en la política parlamentaria española se convirtió en militante latinoamericano, favoreció la aproximación entre las fuerzas políticas progresistas e hizo cooperación práctica en Centroamérica y en el Caribe, en Nicaragua y en Cuba, sin silenciar las críticas a estos dos países. El internacionalismo representa hoy la dignidad frente a una globalización indecente. Y no impide, sino que complementa, el arraigo y la adhesión al país que amas y donde vives.

La última cualidad es la defensa de la felicidad. Con toda seguridad, a Miguel le habría gustado que le definiéramos con la afortunada expresión que Carme Riera utilizó para calificar a la generación poética de los años 50. Muchos políticos confunden la dignidad que consideran que va vinculada a su cargo con el protocolo, la vestimenta tristemente formal, la cara seria, la actitud ajetreada, el coche oficial y el discurso retórico. Miguel era lo contrario de todo esto. El protocolo no le interesaba, su forma de vestir era de la línea Machado y la sonrisa de entrada y la risa espontánea eran su forma habitual de relacionarse.


Cuando estaba con alguien mostraba que esto era lo más importante y que el resto podía esperar. Ni coche oficial ni coche propio, sino transporte público, excepcionalmente un taxi o acompañado por un amigo. Su discurso era concreto, exigente, argumentado, comprometido; se hacía entender por todos y a menudo convencía a sus adversarios hasta que se daban cuenta de que una cosa eran las razones (de Miguel) y otra los intereses (de los adversarios). La dignidad de Miguel como político se expresaba también a través de una vitalidad infinita, el afecto fraternal que establecía con los que compartían alguna cosa con él, el humor inagotable, el optimismo a prueba de cualquier análisis.

……

La dignidad de la política la vemos expresada en las personas, no en las instituciones. Las instituciones son frías y la política ha de ser cálida, una práctica cotidiana de relación entre políticos y ciudadanos, no un ejercicio distante ni un privilegio. La política es digna cuando los políticos pasan a ser ciudadanos y hacen de ella un instrumento para hacer progresar a la sociedad, y hacerla más justa y más libre. Como hizo Miguel. (Iñaki Anasagasti).