Cuatro años después de su aprobación en referéndum popular, el Tribunal Constitucional acaba de dictar sentencia sobre el Estatut de Catalunya. Cuatro años. Una dilación injustificable que ha tenido efectos muy negativos en la confianza de los ciudadanos en las instituciones. No hay excusa. En estos cuatro años ha pasado de todo en el Alto Tribunal.
Que hablen las urnas.
Cuatro años después de su aprobación en referéndum popular, el Tribunal Constitucional acaba de dictar sentencia sobre el Estatut de Catalunya. Cuatro años. Una dilación injustificable que ha tenido efectos muy negativos en la confianza de los ciudadanos en las instituciones. No hay excusa. En estos cuatro años ha pasado de todo en el Alto Tribunal.
Varapalo del TC a las aspiraciones de Catalunya en lengua, Justicia y tributos catalanes.
Un magistrado fue recusado tras densa maniobra, otro falleció, cuatro se hallan con el mandato fuera de plazo y siete ponencias han fracasado por falta de una mayoría coherente. Este forcejeo táctico ha fabricado la pésima imagen de un Tribunal Constitucional constituido, por la vía de los hechos consumados, en cuarta cámara legislativa, superpuesta al Parlament de Catalunya, al Congreso de los Diputados, al Senado y al propio sufragio popular.
No es de extrañar, por tanto, que tan disputada sentencia suscite hoy, antes de conocer todos sus extremos, una sensación de infinito cansancio. El fallo del Tribunal Constitucional llega cansado y fruto de un alambicado proceso que ha culminado con la votación del texto estatutario capítulo por capítulo. El preámbulo ha sido refrendado por seis votos a cuatro. La consideración de Catalunya como nación queda salvada, subrayándose que el preámbulo carece de "eficacia jurídica".
El fallo posiblemente incluirá una prolija referencia a la indisoluble unidad de España, insistentemente exigida por el juez Manuel Aragón, magistrado de corte azañista en su día propuesto por José Luis Rodríguez Zapatero. El artículo 97, referido a la creación del Consell de Justicia de Catalunya, ha sido declarado totalmente inconstitucional, e importantes preceptos de otros 14 artículos (cuatro de ellos relacionados con el citado 97) también han sido anulado.
Ha sido anulado el uso preferente de la lengua catalana en las administraciones y diversos aspectos de la regulación del Consell de Garanties Estatutàries y de la Sindicatura de Greuges. También han sido liquidados tres preceptos referidos a las competencias básicas. Merece una especial atención la siguiente anulación: la exigencia de un límite al esfuerzo fiscal de la sociedad catalana ha quedado fuera del Estatut. No es un dato menor. No lo es.
La lengua, respetada.
Los símbolos –seguramente flanqueados por una prosa muy defensiva sobre la unidad española– han sido respetados. Y lo que es más importante, la lengua: elemento central de la personalidad nacional de Catalunya. El modelo lingüístico queda a salvo. El modelo educativo no es perforado. El modelo de convivencia sale ileso de la emboscada. Es importante subrayarlo. Quienes imaginaban la sentencia del Estatut como el desfiladero ideal para tener una emboscada irreversible a la centralidad de la lengua catalana han fracasado. Han fracasado. La fantasmagórica operación del Manifiesto por la lengua común ha fracasado. Y hoy lo veremos reflejado en algunas portadas de la singular prensa madrileña.
A la espera de conocer el fallo y sus argumentaciones, el primer balance es necesariamente ambivalente. El Estatut ha sido frenado en algunos de sus flancos importantes, pero su espíritu, su alma, el deseo de la mayoría de la sociedad catalana de contar con un amplio y eficaz marco de autogobierno, ha sobrevivido a un proceso político y judicial deplorable. La sentencia rezuma miedo y prevención, pero el alma del Estatut sigue libre. No estamos ante un colosal hachazo a la autonomía catalana, ni estamos ante una bajada de pantalones del Constitucional ante las exigencias del soberanismo catalán. Estamos ante una sentencia alumbrada con fórceps, con elementos positivos, con serias decepciones y con muchas zonas de sombra.
Años de pleitos nos aguardan. La sentencia no cierra los contenciosos entre la corriente principal de la sociedad catalana y el Estado español. Hay elementos positivos en la sentencia, particularmente el respeto por la convivencia lingüística, pero el pleito sigue abierto. ¿Cuatro años para eso?. ¿Tanto desgaste de las instituciones para eso?. Cada uno debe asumir sus responsabilidades. En primer lugar, el presidente del Gobierno. Queda demostrado que José Luis Rodríguez Zapatero actuó movido por razones prioritariamente tácticas (aislar al Partido Popular y romper sus alianzas) y con un desconocimiento de la realidad profunda de Catalunya que hoy, visto lo visto, nos atrevemos a calificar de temerario y muy preocupante.
PP y PSOE deben reflexionar.
Hay una verdad de fondo en el fallo: España necesita a Catalunya. España no puede empujar a Catalunya a la cuneta. De la misma manera que Catalunya –que nadie se equivoque al respecto– necesita un vínculo constructivo con España. Un vínculo objetivado por el autogobierno, sometido, si es necesario, a discusión perpetua, y en el que caben las más diversas subjetividades y sentimentalidades. Abollado su prestigio, agotada la paciencia de la ciudadanía y con el país en una grave situación económica, creemos que el Tribunal Constitucional ha evitado in extremis lo peor: la prepotencia, el escarnio, el menosprecio, el seco rechazo a las reclamaciones catalanas.
La dignidad de Catalunya queda a salvo con la sentencia aprobada ayer. La dignidad queda a salvo, pero los daños y las erosiones están ahí. El Gobierno de España debiera reflexionar sobre ello y de una manera muy particular el actual cuadro directivo del PSOE. Y por supuesto debe reflexionar la parte demandante, que pretendía la anulación de 120 artículos. El Partido Popular debe pensar seriamente sobre lo ocurrido y sobre su desenlace. ¿Para qué tantas furias desatadas en la sociedad española a propósito de Catalunya?. ¿Tantas tensiones malgastadas para llegar a la contundente evidencia de que en España no cabe otra vía que el pacto?
Con sus claroscuros, la sentencia dejará un sabor muy agridulce en la sociedad catalana. Los ciudadanos de Catalunya han de pronunciarse. Y este final de trayecto sólo tiene una respuesta. La más cívica de todas. La más pacífica. La más democrática. La más eficaz. La más inapelable. Catalunya debe ser convocada inmediatamente a las urnas. Políticamente agotada desde hace meses, la legislatura catalana ha tocado a su fin. Nada justifica una demora táctica ante un otoño fatídico. La sociedad catalana debiera ser convocada a las urnas inmediatamente después del verano para que sea el pueblo quien dicte sentencia.
Emplear el tiempo que falta hasta las elecciones en demostraciones testimoniales es una tarea estéril que no reforzará la unidad de los catalanes. Despejemos el horizonte electoral y pensemos en el futuro como un pueblo serio y milenario que siempre encuentra la respuesta adecuada ante las incertezas de la historia.
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