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domingo, 23 de junio de 2013

El rey visto con todos sus defectos por el primo de Letizia (con "z").

"Adiós Princesa" es un libro silenciado. Lo escribió David Rocasolano, primo de Letizia Ortiz Rocasolano y en él cuenta desde el aborto de esta señora a Ias veladas en la casa del príncipe en La Zarzuela, la bronca del abuelo el día de la boda, el insulto de su cuñado al rey. Hace asimismo descripciones tan precisas como la que reproduzco sobre el rey. Seguramente no habrá leído usted nunca un retrato tan cabal y despiadado de un señor que no ha leído un libro en su vida. Se imagina el por qué este libro sea un libro maldito para la Casa Real pero se puede comprar en librerías.

El rey pasa de todo.

He leído y escuchado en muchos sitios que Juan Carlos mantiene una relación poco cordial con Letizia. Que se llevan mal, en resumen. Yo no lo percibí nunca así. El trato que el rey le dispensa a Letizia es parecido al que le ofrece a Sofía, a sus hijos o a sus nietos. En las numerosas ocasiones en las que los he observado, jamás he visto de Juan Carlos un gesto de cariño o afecto hacia su hijo. Ni hacia nadie. Juan Carlos trata a todo el mundo por igual, no debe ser clasista, con una indiferencia y un desdén tan palpables que impresionan. Como si estuviera por encima del bien, del mal y de nosotros. Como una deidad a un insecto. Da la impresión de que se ha creído su papel, de que ha interiorizado que es un ser superior que merece el vasallaje, y va por la vida luciendo una displicencia absoluta, un desinterés indisimulado hacia todo lo que no sea él. Letizia lo asume y le llama majestad. Yo me limitaba a tratarlo de usted. Las palabras majestad o alteza me resultan malsonantes.

En cuanto a mi familia, a veces me avergonzaba del exceso de vasallaje que mostraban. A mi tía Paloma, que es una mujer sencilla que a veces raya en el simplismo, toda aquella parafernalia real la superó desde el principio. Era patético observar cómo se dirigía a Sofía : “Señora, ¿cómo está usted?”. Y poco faltaba para que se agachara un poco más -la famosa genuflexión- y le limpiara a la reina los zapatos con la lengua. Lo de Letizia tratando de majestad a Juan Carlos incluso en la intimidad, a pesar de ser su suegro, no es tanto vasallaje como estrategia. “No olvido que soy plebeya”, parece comunicarle cada vez que pronuncia las tres sílabas.

Es curioso que, en este país tan zalamero con la realeza, nunca se haya destacado en libros o artículos la inteligencia de Juan Carlos. Ni siquiera en momentos tan trascendentes como el intento de golpe del 23-F. Se habla de su sentido de Estado, de su responsabilidad, de su campechanía. Pero jamás de su inteligencia. Incluso sus biógrafos no pueden más que reconocer que el rey nunca fue aficionado al estudio ni a la gimnasia intelectual. Cuando era un adolescente en Estoril, en 1945, su preceptor Eugenio Vegas Latapié llegó a recriminarle su precario esfuerzo intelectivo con estas palabras: “Por este camino nunca podrá ganarse la vida”. Cierto es que, si no inteligencia, aquel Juan Carlos de quince años sí demostró picardía para responderle a Latapié. Se escapó de Palacio y se pasó el día recogiendo pelotas en las canchas de tenis de sus vecinos, que le agradecieron al futuro rey de España su entusiasmo servil con suculentas propinas. Juan Carlos tenía quince años, y aquella tarde arrojó a Latapié las monedas cobradas y le espetó: “Tú creías que no me podía ganar la vida. ¡Claro que sí!”.

Pero, evidentemente, Juan Carlos no es una persona brillante. Nunca le he escuchado hablar en profundidad de ningún tema. Su discurso se limita al chascarrillo. A la ocurrencia banal. Por supuesto, es normal que nunca tratara asuntos de índole política delante de nosotros. Pero jamás he visto al rey, ni a cualquier otro miembro de la familia real, con un libro en la mano. Con excepción del día en que Letizia le regaló a Felipe la insustancial novelilla de Mariano José de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente.

Uno de los mitos más divertidos que ha aireado la prensa lacaya sobre mi prima es el de la voraz lectora. Mi prima no ha leído jamás otra cosa que periódicos, algún best-seller tipo Grisham o los libros que le obligaron a leer en el colegio y en la facultad. Durante el tiempo que yo trabajé en una conocida firma editorial, era frecuente que le regalara algún clásico ruso, recuerdo Guerra y Paz, o alguna reedición lujosa de literatura americana. Digo lujosa porque yo era consciente de que el libro iba a ir directamente como adorno a una estantería, ya que a Letizia jamás la iba a arrebatar el impulso de leerlo.

Me parece especialmente significativo de la desafección del monarca y su entorno a la literatura el hecho de que recomendaran a Letizia regalar a Felipe, el día de la petición de mano, un ejemplar de El doncel de don Enrique el Doliente. Si Letizia, periodista, hubiera regalado a su prometido una selección de los exquisitos artículos de Mariano José de Larra, se hubiera comportado de manera digna y coherente. Pero regalar una obra menor, lloriqueante, literariamente prescindible y olvidable del cronista más influyente de la historia de España, me parece un insulto para Larra y para toda la casta periodística. Se deberían de haber asesorado mejor.

Otro de los mitos es el de los Ortiz-Rocasolano multiculturales y conocedores de infinidad de lenguas. Cuando Letizia se fue a México a hacer aquel doctorado que nunca terminó, eligió el país por el idioma, ya que no tenía ni pajolera de inglés. Ella hubiera preferido Estados Unidos, sin duda. Lo mismo sucede con Telma, que según las revistas habla con fluidez el inglés, el francés el italiano y no sé si el swahili. No recuerdo cuántos idiomas le habrán atribuido a Érika.

El caso es que tampoco puedo presumir de haber visto jamás a Juan Carlos con un libro en la mano. A los abogados nos gusta estudiar a la gente. Sin embargo, Juan Carlos I para mí sigue siendo un folio en blanco. Quizá porque le enseñaron que un hombre solo puede sostener la ficción de rey si se convierte en un enigma. El caso de Sofía es diferente. En Sofía se palpa cierta humanidad, cierta cercanía. Porque Sofía, al contrario que Juan Carlos, no siempre vivió entre algodones y tules. Ya lo he dicho antes.

Yo no puedo decir que el rey sea una persona brillantísima. Se ha movido en un mundo delicadete, lujoso, facilón, ritualista. Eso se le nota. Pero a veces me daba la im¬presión de que ha decidido desde hace muchos años que su cabeza no tiene necesidad que sustentar nada más que la corona. Yo no soy monárquico. Pero tampoco soy republicano. ¿Es que hay que ser algo? La monarquía es una institución obsoleta, absurda y anacrónica. El principio de consanguinidad no me vale. Yo soy abogado. ¿Mi hijo tiene que ser abogado? Pues no. He vivido años en Luxemburgo. He conocido la República Francesa. Y esos regímenes me parecen tan absurdos como la monarquía. La democracia es una distribución de los poderes tácticos y económicos diseñada como le sale de los huevos a los que tienen más. Pero, al margen de todo eso, el rey no me gusta como persona. No me parece un tío fiable.

Durante aquella cena tediosa, cuando terminó su plato, sin esperar a que acabaran los demás, Juan Carlos encendió un Cohiba de 25 centímetros. Si una velada en Palacio ya de por sí no es especialmente cómoda, se convierte en nauseabunda cuando se aliña con el humo espeso y grávido de un Cohiba. Pero en Palacio no está bien visto dejar los platos a medias. Así que seguí tragándome el pescado y las ganas de mandar al rey a fumarse el puro al Valle de los Caídos, que hay más aire libre.

Las volutas de humo de un puro son menos volubles que las de un cigarrillo. Parecen tener una dirección muy definida, como las nubes de tormenta. Y aquellas espirales de humo se dirigían, empecinadamente, no recuerdo si al Sorolla o al Velázquez que cuelgan de la pared, pegándose al óleo y acariciándolo como acaricia un cáncer. No sé qué pensaría un conservador del Patrimonio Nacional si estuviera sentado con nosotros a la mesa. Supongo que se habría quedado tan callado como me quedé yo. Y que pensaría, como yo, que el rey no es muy considerado. Ni con nosotros, ni con el arte, ni con nada.

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